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EL RENGO

  Le llamaban “el Rengo” y era evidente la causa del apodo: su pierna izquierda terminaba en un muñón a la altura de la rodilla que él prolijamente cubría haciendo un doblez perfecto en el pantalón y ajustándolo con imperdibles que ocultaba entre la tela.                Un rito diario que nadie había presenciado jamás y cuyo secreto protegía celosamente en cualquier circunstancia. Incluso en la intimidad de sus encuentros esporádicos de amores comprados con las pocas monedas que lograba reunir mendigando la ayuda que otros, muchas veces, necesitaban más que él. Su vida había cambiado en un segundo, como cambian casi siempre las vidas, sobre todo cuando cambian para mal. En el correr de sus sesenta y pico de años (no recordaba exactamente la fecha de su nacimiento), había visto de qué forma el destino (por dar un nombre a lo inentendible), jugaba con la gente llevándola sin predilección de ningún tipo, de la fortuna a la miseria, del éxito al fracaso, de la felicidad (siempre efímer
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LA SOMBRA DE ARISTO

LA SOMBRA DE ARISTO   Durante mi infancia, en el pueblo de mis abuelos (Sarandí Grande, departamento de Florida, Uruguay), un personaje al que todos conocíamos como Aristo y del que poco se sabía, recorría las calles día tras día. Iba arrastrando los pies y un poco a los tumbos llevando siempre en el bolsillo de atrás de su viejo pantalón, una honda. Todos nos burlábamos de su andar y le gritábamos “¡Aristo!” para luego escondernos para que no nos viera. Pasados los años, entendí que esa forma de tratar a los diferentes, es cruel e injusta. Aunque tarde, hoy escribo esta historia como un pequeño intento de reivindicación. —¡No se puede jugar a las cartas con ustedes!, ¡siempre ganan! Sinforosa, la abuela de Jorge, se quejaba de la buena suerte que tenían él y sus primos, Ana y Pedro, en el juego del purrete. Los vintenes iban con demasiada frecuencia de la mesa al bolsillo de los gurises y a la noche siguiente retornaban, siempre y cuando durante el día alguno no sucumbiera a l

UNA HOJA

 UNA HOJA — ¿Dónde está mi escuela, mami? — Aquí, hijo mío. — Pero no la veo, solo hay escombros, hojas de cuadernos sueltas, trozos de bancos. ¡Mira!, ¡hasta la pizarra han descolgado de la pared! — Hijo, esta es tu escuela solo que… — Ya lo sé, alguien se la ha llevado. Seguro que al arrancar las paredes y el techo han producido este lío tan grande. ¡Debemos saber dónde fue a parar, hoy la maestra nos iba a hablar de la paz! ¿Tú sabes lo que es la paz? — Claro, bueno…creía saberlo hasta hace unos días.  — ¿No te lo enseñaron en la escuela cuando eras niña?, ¿no te hablaron de la paz? Mi maestra dice que es algo tan hermoso y frágil como una hoja. Si la cuidamos podemos disfrutar de su belleza pero basta una pequeña brisa para que se vuele y se pierda entre las nubes. Y creo que hoy, justo hoy que se han llevado la escuela, nos la iba a mostrar. ¡Qué pena! — Vamos a buscarla, ¿te parece?, y si la encontramos (aunque te advierto que será una tarea difícil) veremos cómo

A LA LUZ DE UN FLUORESCENTE

  A LA LUZ DE UN FLUORESC ENTE   —¿Se va a quedar mucho rato más?             —¿Qué hora es?             —Hora de cerrar, don Gerardo. Vamos, sea bueno, vaya para su casa y descanse, mañana será otro día.               El hombre se levantó con dificultad y en su impulso tiró la silla al suelo. El eco del golpe denunció la soledad del bar. Enfiló hacia la puerta como una sombra diluyéndose titubeante y silencioso. Un ademán de despedida o de disgusto (imposible de descifrar en la penumbra que creaba la luz de un único tubo fluorescente) se perdió en la negrura de la calle Yaguarón, que lo engulló como un ogro hambriento rodeándolo de ruidos y voces ajenas.               Manolo tomó el trapo que llevaba en su brazo y lo colgó en la cintura de su delantal. Poco a poco fue colocando las sillas sobre las mesas gastadas hasta formar un laberinto de maderas viejas y despintadas. “Como el mundo, todo patas para arriba”, pensó.   Mientras baldeaba el gastado piso de baldosas, pensaba

EL VUELO

  EL VUELO Me topé con ella mientras intentaba correr para no perder el maldito ómnibus que siempre se me adelantaba. Seguro que hacía el ridículo con mi gabardina aleteando a mis espaldas, intentando infructuosamente evitar la trampa eterna de las baldosas flojas. Es que con estas botas de lluvia uno se siente un elefante trasnochado queriendo avanzar con pies ajenos. No sé por qué sucedió, aunque el destino a veces nos hace estas jugadas. Sí, seguramente fue eso; es una respuesta que me doy cuando hay algo que no la tiene. No había otra razón, o no me preocupó en ese momento. Solo sucedió. Fue un instante, un mínimo movimiento de la cabeza que me llevó hacia ella. Un relámpago me volvió a la realidad con su estroboscópica luz y comprobé con rabia, como mi ómnibus pasaba de largo salpicándome, maliciosamente, con un tsunami de agua sucia. Me detuve cansado, enojado y rendido. Humillado una vez más por esta ciudad que hoy me parecía lo más triste y oscuro que se pudiera encontrar. Y en

EL ADIÓS

  El adiós Sentada en un viejo sillón de madera y junco, bajo la sombra del enorme paraíso que dominaba el patio, la abuela soportaba inmóvil las calientes mañanas de aquel verano de 1980. Solo sus ojos celestes, herencia de sus padres italianos, se movían buscando algún rastro de la rebeldía y fortaleza que siempre había tenido. Aquella mujer silenciosa, triste y quieta, era otra mujer. En el cielo de su mirada, cada vez más tenue, la busqué porfiado. Reviví en sus pupilas, los rezongos y corridas por la casa cuando nuestras diabluras se volvían molestas. Y sobre todo añoré su sonrisa franca asomada a la hora del mate, cuando colgaba su eterno delantal en el fogón y disfrutaba cansada pero feliz, de las tardes tranquilas del pueblo. Es que la abuela llevaba una armadura que solo se abría con la llave del beso de alguno de sus nietos. Y entre empujones y quejas, siempre asomaba aquella mueca de amor que por alguna razón, se resistía a permanecer más de lo necesario. El beso

LOS ABUELOS: día del abuelo 2021

Las abuelas, los abuelos Por detrás de los asombrados ojos de mi madre y de mi padre, asomaban, vistiendo sonrisas amorosas, cuatro rostros. No sabía yo al momento de nacer (¡cómo lo iba a saber!), que iban a acompañarme el resto de mi vida. Mis cuatro abuelos aunque muy distintos, se las arreglaron para dejarme cada uno su legado, aun cuando seguramente, ellos nunca lo supieron. Tuve una abuela que trajinaba todo el día, a veces rezongando, haciendo honor a su ascendencia italiana. Me enseñaba su quinta y sus gallinas y la ayudaba a tender las sábanas al sol. Algunas noches, se sentaba con nosotros a jugar a las cartas y allí se volvía niña. De ella aprendí a decir lo que pienso y que no hay tarea pequeña cuando se hace por nuestros seres queridos. Gracias abuela Ana. Tuve una abuela que me regaló una Biblia y me mimaba. Era como una especie de ángel guardián a domicilio al que acudía cuando de niño, me metía en problemas. La acompañaba a visitar a sus amigas y nos divertíamos m