Le llamaban “el Rengo” y era evidente la causa del apodo: su pierna izquierda terminaba en un muñón a la altura de la rodilla que él prolijamente cubría haciendo un doblez perfecto en el pantalón y ajustándolo con imperdibles que ocultaba entre la tela. Un rito diario que nadie había presenciado jamás y cuyo secreto protegía celosamente en cualquier circunstancia. Incluso en la intimidad de sus encuentros esporádicos de amores comprados con las pocas monedas que lograba reunir mendigando la ayuda que otros, muchas veces, necesitaban más que él. Su vida había cambiado en un segundo, como cambian casi siempre las vidas, sobre todo cuando cambian para mal. En el correr de sus sesenta y pico de años (no recordaba exactamente la fecha de su nacimiento), había visto de qué forma el destino (por dar un nombre a lo inentendible), jugaba con la gente llevándola sin predilección de ningún tipo, de la fortuna a la miseria, del éxito al fracaso, de la felicidad (siempre efímer
LA SOMBRA DE ARISTO Durante mi infancia, en el pueblo de mis abuelos (Sarandí Grande, departamento de Florida, Uruguay), un personaje al que todos conocíamos como Aristo y del que poco se sabía, recorría las calles día tras día. Iba arrastrando los pies y un poco a los tumbos llevando siempre en el bolsillo de atrás de su viejo pantalón, una honda. Todos nos burlábamos de su andar y le gritábamos “¡Aristo!” para luego escondernos para que no nos viera. Pasados los años, entendí que esa forma de tratar a los diferentes, es cruel e injusta. Aunque tarde, hoy escribo esta historia como un pequeño intento de reivindicación. —¡No se puede jugar a las cartas con ustedes!, ¡siempre ganan! Sinforosa, la abuela de Jorge, se quejaba de la buena suerte que tenían él y sus primos, Ana y Pedro, en el juego del purrete. Los vintenes iban con demasiada frecuencia de la mesa al bolsillo de los gurises y a la noche siguiente retornaban, siempre y cuando durante el día alguno no sucumbiera a l