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Mostrando entradas de agosto, 2019

LA POSIBLE HISTORIA DE MACCIÓ

LA POSIBLE HISTORIA DE MACCIÓ LA POSIBLE HISTORIA DE MACCIÓ Ya había perdido la cuenta de las horas que hacía que estaba ahí. Es que el tiempo se detuvo alrededor de aquella taza de café a medio tomar y del frío de ese pequeño mar negro que era el mismo que sentía en su alma. Estaba enfundado en el traje a rayas de siempre, lustroso por el rozar de tantos vientos, cuerpos e historias que fueron desgastando el lujo que otrora tuvo. Ese traje que no obstante su decrepitud, cuidaba como a un tesoro (quizás el único) porque no estaba seguro de quien arropaba a quien. Escondido como una sombra entre la nube de humo que desprendían mil cigarros y esquivando voces sin sentido, estaba en el mismo lugar de siempre. Aquel refugio compartido solo con su amigo, en la última mesa del bar de Asunción y Yaguarón. Al fondo del largo pasillo, incómodamente cerca de los baños siempre hediondos hasta donde llegaban apagadas las charlas de la barra y los reclamos del mozo. Ese era su lu

CINCO VENTANITAS

CINCO VENTANITAS No había nada más lindo que soñar con viajar. Con los ojos bien abiertos, fija la mirada en la hoja de papel, el lápiz se movía nervioso entre los dedos de nuestras manos, ansioso por comenzar a manchar el blanco universo que esperaba llevarnos muy lejos. Nuestras cabecitas se iluminaban de locuras nacidas de tantas historias vistas y oídas y el ómnibus, comenzaba a delinearse corriendo por la carretera, siguiendo aquella línea amarilla que imaginábamos alguien había pintado con un grueso pincel de forma precisa. ¡Cuánto trabajo!. Dibujábamos lomas eternas que se prolongaban hasta el infinito orladas por aquella cinta gris que subía y bajaba al compás del paisaje. Y sobre ella, en un lugar distinto cada vez, una cajita de metal aplastada en el papel marchaba coronada por cinco ventanitas. Detrás de cada una de ellas, se asomaba una historia. Pintábamos los ojos negros que descubrían la mirada de aquella muchacha que regresaba a su hogar luego de q

EL TABLADO

EL TABLADO Una tarde de febrero, de esas en que la noche se va a tomar el fresco a orillas del río y demora en llegar, el viejo volviendo del trabajo nos decía: “¿vamos al tablado?”. Sabía la respuesta desde mucho antes de formular la pregunta, lo delataba la sonrisa pícara que se dibujaba en su rostro, generalmente serio. Mamá movía la cabeza con una mueca alegre sabiendo que en realidad era él el que quería ir. Todos nos arreglábamos lo más rápido que podíamos. Nos lavábamos la cara y las manos, íbamos al baño porque era mejor que no te diera ganas después y te vieras obligado a correr a ocultarte atrás del plátano más alejado de la puerta de entrada. Mamá mientras tanto, preparaba algún refuerzo para achicar el gasto, se acomodaba el peinado casi inexistente de tanta tarea y se vestía “para salir”. Y así, los cuatro, pisábamos la calle Asunción rumbo al tablado que quedaba como a diez cuadras. Cuando tomábamos Piedra Alta, en lo alto del repecho donde cruzaba