El adiós
Sentada en un
viejo sillón de madera y junco, bajo la sombra del enorme paraíso que dominaba
el patio, la abuela soportaba inmóvil las calientes mañanas de aquel verano de
1980.
Solo sus ojos
celestes, herencia de sus padres italianos, se movían buscando algún rastro de la
rebeldía y fortaleza que siempre había tenido.
Aquella mujer
silenciosa, triste y quieta, era otra mujer.
En el cielo de su
mirada, cada vez más tenue, la busqué porfiado. Reviví en sus pupilas, los
rezongos y corridas por la casa cuando nuestras diabluras se volvían molestas.
Y sobre todo añoré su sonrisa franca asomada a la hora del mate, cuando colgaba
su eterno delantal en el fogón y disfrutaba cansada pero feliz, de las tardes
tranquilas del pueblo.
Es que la abuela
llevaba una armadura que solo se abría con la llave del beso de alguno de sus
nietos. Y entre empujones y quejas, siempre asomaba aquella mueca de amor que
por alguna razón, se resistía a permanecer más de lo necesario.
El beso en
nuestra familia nunca estuvo en disputa: es ley. Un beso de buenas noches, otro
al despertar y si hay despedidas (aunque éstas parezcan inútiles por lo corto
de la ausencia) un beso al irnos y otro al regresar.
-¡Bueno, ya no
molesten más con tanto saludo!, ¡déjenme cocinar tranquila! – nos decía la
abuela entre ollas y fuegos. Pero nosotros insistentes y fieles, le plantábamos
un beso a la carrera antes de salir al patio a jugar.
Aquel enero, descubrí
en ella la pena. Sus ojos casi no se movían sabiendo quizás de antemano, lo vano
de su búsqueda, o peor aún, no sabiendo qué buscar.
Aquella mujer de
temperamento y fuerza inacabables, estaba allí delante de mí, perdida en el
tiempo, mirando la nada (si es que ésta se pudiera ver). A veces un brillo
aparecía en sus pupilas. Probablemente algún fantasma querido la visitaba y le ofrecía
compañía.
Pero la abuela ya
no sonreía. Yo la miraba y le hablaba del pasado. Recordaba sus enojos a la
hora de la siesta porque no la dejábamos dormir, sus maravillosos ravioles con
estofado de pollo, las partidas de purrete a la noche mientras esperábamos al
abuelo.
Ella solo me
miraba.
Y luego de un
instante de silencio amargo, la besé. Mis labios llegaron con cuidado a aquella
mejilla gastada sintiendo la aridez de los años que pasan por nuestra piel
surcándola de cauces vacíos. Un frío inicial recibió a mi beso, pero poco a
poco, la tibieza del amor filial y agradecido, fue anegando mi corazón. La
abracé con fuerza, como cuando era niño y sentí entonces, la fragilidad de su
cuerpo otrora vigoroso. Pero no dejé de abrazarla ni debilité mi impulso, por
el contrario, apreté más mis labios sobre su cara. Y la abuela, sonrió.
Y allí me di
cuenta de que esa sonrisa, era su “gracias” por nuestro último beso. El beso
del adiós.
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