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LA SOMBRA DE ARISTO

LA SOMBRA DE ARISTO

 


Durante mi infancia, en el pueblo de mis abuelos (Sarandí Grande, departamento de Florida, Uruguay), un personaje al que todos conocíamos como Aristo y del que poco se sabía, recorría las calles día tras día. Iba arrastrando los pies y un poco a los tumbos llevando siempre en el bolsillo de atrás de su viejo pantalón, una honda. Todos nos burlábamos de su andar y le gritábamos “¡Aristo!” para luego escondernos para que no nos viera. Pasados los años, entendí que esa forma de tratar a los diferentes, es cruel e injusta.

Aunque tarde, hoy escribo esta historia como un pequeño intento de reivindicación.


—¡No se puede jugar a las cartas con ustedes!, ¡siempre ganan!

Sinforosa, la abuela de Jorge, se quejaba de la buena suerte que tenían él y sus primos, Ana y Pedro, en el juego del purrete. Los vintenes iban con demasiada frecuencia de la mesa al bolsillo de los gurises y a la noche siguiente retornaban, siempre y cuando durante el día alguno no sucumbiera a la tentación de los chocolatines que el almacén de Apolonio exhibía como al descuido en su mostrador.

El viejo molino quedaba como a dos leguas de la casa y don Terencio, el abuelo, volvía ya entrada la noche por el camino de pedregullo. Era una caminata larga que el invierno solía hacer más penosa aún por el barrial que las abundantes lluvias de la época creaban. 

Para acortar la espera y distraer las barrigas que se quejaban aguardando la llegada del abuelo y el momento de servir la cena, siempre estaba el mazo de baraja española listo para una nueva partida.

Mientras, sobre la cocina económica, en una caldera en la que el tizne de los años no permitía ya descubrir el aluminio, hervía eternamente a borbotones el agua siempre lista para el mate. 

Ese viernes de julio, el frío arreciaba y la estufa a leña no alcanzaba a calentar el ambiente a pesar de que las astillas de eucaliptus ardían desde hacía horas.

—¡Estás haciendo trampa!  —le dijo enojada Ana a Jorge—. ¡Ese dos de oro ya lo habías tirado!

—¿Qué decís?, es la primera vez que lo muestro.

—¡No mientas, ya lo había visto antes!, ¿vos no lo viste abuela?

La mujer se rió; recordaba cuando sus hijos eran chicos  y peleaban por cosas que después la vida se encargaba de demostrar su insignificancia.

—Yo no vi nada…  —respondió con picardía.

—¡Cómo que no viste, abuela!, ¡ya lo estás defendiendo!

—Esperen  —los calló la abuela con un ademán volviendo su mirada hacia la ventana—me pareció escuchar aullar a los perros. Voy a echar un vistazo. Ustedes quédense acá quietitos, no se muevan que ya vuelvo.

Levantándose, tomó el farol a kerosene, encendió la mecha y salió al patio. Apenas la abuela cerró la puerta, los niños corrieron curiosos a la ventana.

Efectivamente los perros no estaban en sus casillas y se los oía un poco lejos aullando como asustados. Eran perros bravos, criados para defenderlos a ellos y a sus animales que era todo lo que tenían. Resultaba extraño que no ladraran con fuerza para amedrentar a lo que fuera que andaba por ahí.

—¡Ruffo, Capitán! —los llamó sin respuesta.

Siguió caminando extrañada. Algo estaba sucediendo que no lograba entender. En el campo uno se acostumbra a los sonidos de la noche pero también sabe que existen cosas que no se pueden explicar y de las que más vale estar lejos. 

Al llegar a unos metros del galpón, pudo divisar en la penumbra a los perros que daban vueltas y vueltas en círculos sin avanzar y con las orejas caídas; estaban temblando. Alzó la vista y de pronto, divisó una sombra que se movía entre los fardos de forraje.

—¿Quién anda ahí?  —. Silencio.

De pronto, la sombra se dio vuelta y la miró. 

La mujer atemorizada soltó el farol y se persignó mientras  la figura se perdía a los tumbos en la negrura del monte.

Terencio venía despacio tanteando el camino para no tropezar. Esas alpargatas ya estaban para cambiar, eran puro bigote, pero tenía que esperar a cobrar la quincena. Había sido un día muy duro. Le gustaba respirar el aire frío de la noche en ese rato que era solo para él, aunque deseaba también llegar a su casa y escuchar los cuentos que atropelladamente le hacían sus nietos.

Faltaba poco. Ya podía divisar en la penumbra el ombú que anunciaba el último trecho.

Distraído en estas cosas, no escuchó el sonido que unas ramas hicieron al quebrarse. Pero luego de unos instantes, Terencio tuvo la sensación de que alguien lo estaba observando. Se detuvo. Solo oía a los grillos y a alguna rana cantando desde algún tajamar. Cada tanto una paloma de monte se movía en su nido y arrullaba a sus pichones. Nada parecía fuera de lo normal y siguió su camino.

Al pasar por el ombú, creyó divisar por el rabillo del ojo, una sombra que se escondía detrás del ancho tronco.

Intentando no hacer ruido, se acercó y vio la silueta de un hombre que se alejaba de él lentamente caminando a los tumbos hacia atrás.

—¡Hola!, ¿necesita ayuda, don?

Nadie le respondió.

—¿Es de por aquí o anda perdido? 

Seguía sin respuestas.

Algo en esa figura le resultaba familiar y aunque no podía ver su rostro, sus movimientos y sobretodo la forma de caminar, le recordaban a alguien, pero no supo a quién.

Por fin, el extraño se lanzó a correr y lo engulló la negrura de la noche.

Al acercarse a su casa, Terencio se extrañó de que todos los postigos de las ventanas estuvieran cerrados y que los perros no salieran a su encuentro. Ni siquiera ladraban. Allí estaban en sus casillas arrollados como ovillos y con los ojos fijos mirando hacia el galpón.

—¡Qué pasa en esta casa!, ¿nadie sale a recibirme?

La puerta se abrió lentamente y se asomó el rostro de Sinforosa. Estaba lívida y los labios le temblaban.

—¡Entrá rápido, Terencio! —logró articular la mujer mientras miraba a lo lejos por encima de los hombros del hombre.

—¿Pero qué pasa, mujer? Parece que hubieras visto un fantasma, si yo te contara lo que me pasó…

—Es eso, justito: un fantasma —. Y comenzó a narrar lo que había visto.

Los niños estaban sentados todos juntos sobre un jergón en el piso, con cara de no entender nada y escuchaban atentamente el relato de su abuela.

—Pero, ¡qué increíble que a mí también se me cruzara el ánima! Y lo peor es que me resultaba conocido, no sé si del pueblo o de dónde, pero había algo en él que…

—El otro día en la escuela un chiquilín dijo que era la sombra de Aristo  —dijo muy bajito Jorge.

—¿La sombra de Aristo?, ¿el loco Aristo que vivía en el pueblo?

—Y…debe ser, sí  —respondió el niño.

—¿Y de dónde sacó eso ese chiquilín?

—Me dijo que de tanto que la gente se reía y burlaba de él, ahora había vuelto para asustar. Y que también tiene una honda para defenderse si lo molestan.

—¡Ta´clava’o! —exclamó Terencio—¡por eso me resultaba conocido!, ¡Aristo!

Lo recordaban muy bien.

El hombre caminaba sin rumbo todo el día. Recorría el pueblo y las quintas cercanas. No hablaba con nadie y llevaba siempre una honda en el bolsillo trasero de su pantalón. Los niños le gritaban y se escondían y mientras él los buscaba torpemente, se oían las risas: “¡por acá, Aristo!”. Cuando se cansaba de correr de un lado al otro, murmuraba algunas malas palabras y seguía su camino. Era como una sombra en continuo movimiento.

Nadie sabía cómo había llegado al pueblo ni su edad. Siempre había estado allí vestido con la misma camisa que alguna vez había sido blanca, unos pantalones desteñidos y las zapatillas de suela gastada pero que nunca terminaban de estropearse.

—Pobre Aristo  —dijo Sinforosa más calmada. Nada malo podía venir de él; si hasta cuando utilizaba la honda, las piedras caían a pocos pasos. Era hasta justo que después de muerto su sombra se tomara revancha y de alguna forma pusiera las cosas en su lugar.

Con el tiempo, la sombra de Aristo se convirtió en un vecino más que cada tanto hace temblar a los perros y asusta a las gallinas. Y claro está, ya nadie se burla de él.

Casi todas las noches, en medio de ese silencio profundo que solo se encuentra en el campo, se escucha la voz de alguien saludando: “¿cómo andás, Aristo?”.


Comentarios

  1. Era buenísimo!!!!
    Su hermana era maestra,doña Maruja Canabe.
    Un personaje que formó parte de la niñez de los habitantes de Sarandi

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    Respuestas
    1. Así es…cuánta cosa linda de recordar!

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