Ir al contenido principal

A LA LUZ DE UN FLUORESCENTE

 

A LA LUZ DE UN FLUORESCENTE

 —¿Se va a quedar mucho rato más?

            —¿Qué hora es?

            —Hora de cerrar, don Gerardo. Vamos, sea bueno, vaya para su casa y descanse, mañana será otro día. 

            El hombre se levantó con dificultad y en su impulso tiró la silla al suelo. El eco del golpe denunció la soledad del bar. Enfiló hacia la puerta como una sombra diluyéndose titubeante y silencioso. Un ademán de despedida o de disgusto (imposible de descifrar en la penumbra que creaba la luz de un único tubo fluorescente) se perdió en la negrura de la calle Yaguarón, que lo engulló como un ogro hambriento rodeándolo de ruidos y voces ajenas. 

            Manolo tomó el trapo que llevaba en su brazo y lo colgó en la cintura de su delantal. Poco a poco fue colocando las sillas sobre las mesas gastadas hasta formar un laberinto de maderas viejas y despintadas. “Como el mundo, todo patas para arriba”, pensó. 

Mientras baldeaba el gastado piso de baldosas, pensaba en cuantas historias, traídas por tantos pasos, vivían allí por un momento hasta escurrirse sin pena ni gloria cada vez que volcaba en el inodoro el agua turbia. 

            Se dedicó luego sin mucho entusiasmo a repasar la barra, limpiado solo lo más grueso. Distraídamente levantó la vista y se topó con las caras de su abuelo y de su padre que desde una fotografía sepia donde la humedad y los años habían dejado su marca, lo miraban sonrientes posando delante de la puerta del local. Encima de ellos se leía en un cartel con letras de fileteado porteño: “Bar La Cumparsita”. Según le contaron, lo dibujó en una de sus tantas visitas a Montevideo un amigo del abuelo  que había seguido viaje por el Río de la Plata recalando en Buenos Aires donde aprendió el oficio. “Puras letras fanfarronas”, le decía su padre. 

            —La Cumparsita… —murmuró Manolo—¡qué tango! 

Dio la vuelta al mostrador y se sirvió una caña. Dejó caer el líquido transparente muy despacio sobre el pequeño vaso; “ceremonias del oficio”, pensó. En un rincón, perdido entre botellas cubiertas de polvo, se escondía un viejo tocadiscos que aún conservaba un fonograma grabado por la orquesta de Juan D’Arienzo. Manolo encendió el aparato y con mucho cuidado depositó la púa sobre la negra pasta de donde surgieron, rompiendo el silencio de aquella buscada soledad y entre ásperos rumores, los primeros acordes: “¡chan, chan, chan, channn...!” 

            —¡A su salud! —brindó saludando al cuadro y de un solo sorbo, bebió el licor. 

            —¿Sabés que Matos Rodríguez, el autor de La Cumparsita vivió a una cuadra de acá?  —le comentó un día uno de los habitués del boliche.

            —No, no sabía —contestó Manolo con poco interés.

            —Sí, gallego. El tipo tenía la casa en la calle Nueva York, ¿ubicás?, en la otra esquina. Todavía está en pie.

            —Claro que ubico.

            —Bueno, parece que el tango lo creó estando muy enfermo y como no sabía música le pidió a su hermana, que tocaba el piano, que lo escribiera por él. ¿Qué me contás?

            —Pues, mira.

            —Pero escuchá lo mejor: dicen los vecinos más viejos, que venía a este boliche a tomarse la primera del día. ¿Te imaginás al autor del tango más famoso del mundo sentado en estas sillas?, ¡si será chico este mundo! Mañana te sigo contando porque me tengo que ir. ¡Hasta mañana, gallego!

            —Chau, hasta mañana —lo despidió Manolo sin dejar de repasar los últimos platos y pocillos. 

            Cada noche, a las diez en punto, llegaba don Gerardo y en silencio caminaba hasta la mesa que ocupaba siempre al fondo del local, ubicada en una esquina donde nunca llegaba la luz del sol y por la noche, solo el resplandor parpadeante de un tubo fluorescente permitía (aguzando mucho la vista) adivinar alguna presencia. 

            —Buenas, don Gerardo, ¿cómo estamos hoy?

            —Bien, Manolo, bien. Traéme lo de siempre, por favor.

            —Claro, ya vuelvo. 

            Desde que era niño, Manolo ayudaba a su padre aprendiendo el oficio.           

—Tenés que conocer a cada parroquiano —le enseñaba—. Algunos vienen para que los escuches porque saben que pueden confiar en vos, pero otros traen solo su silencio y eso es porque están hablando para adentro, ¿entendés?; tomando una decisión, buscándole la vuelta a algún problema, sofocando penas o amores perdidos, vaya uno a saber. Con esos solo un “buen día, buenas noches”. No vienen por vos, vienen por ellos. 

Don Gerardo pertenecía a este grupo. Callado, taciturno. Parecía que no veía a nadie y que nadie lo veía a él. Las frases mínimas que cruzaba con Manolo, eran todo y no necesitaba más. 

            Esa noche el bar se llenaba con las notas de La Cumparsita. Por alguna razón, Manolo había sentido la necesidad de poblar el aire con los acordes cortados y rezongones del tango de los tangos. En el fondo del boliche, don Gerardo fumaba un cigarrillo con la vista perdida. 

Cuando se fue el último cliente, Manolo se acercó. 

            —¿Le traigo otra, don Gerardo?

            —No, esta vez quiero invitarte. Servite una copa y arrimá esa silla, vamos a conversar un rato.

            Manolo quedó sorprendido por la invitación y no atinó a moverse. 

            —Dale, gallego, quiero contarte algunas cosas que merecés conocer. Ah, y no vayas a sacar ese disco de D’Arienzo, por favor. 

            Y allí estaban. Sentados uno frente al otro, en silencio, bajo aquella luz fluorescente. 

            —¿Sabés qué día es hoy? —preguntó el hombre.

            —Creo que es 19 de abril, si no me equivoco.

            —Así es, 19 de abril, el mismo día en que se tocó La Cumparsita por primera vez, allá en el centro, en una confitería que se llamaba La Giralda y que ya no existe.

            —Eso me contaba mi padre.

            —El muchacho que hizo el tango tenía 20 años y le gustaba mucho la farra, ¿sabés? No dejaba boliche ni cabaret sin visitar.  Era un tipo con pinta y galanteador, por eso en cada barrio tenía una novia. Pero un día apareció Renée, la francesa y todo cambió. 

            El hombre se detuvo. Manolo creyó ver un brillo en sus ojos, pero no se animó a hacer preguntas. 

            —Es así, gallego. El amor golpea y si no nos damos cuenta, se va como vino y nos deja solos. Mucho más solos. 

            El sonido de la púa rebotando porfiadamente anunciaba el final del disco y Manolo se paró para apagar el aparato. Cuando volvió, don Gerardo ya no estaba. Solo quedaba un halo fluorescente que se perdía por debajo de la cortina de hierro rumbo a la calle. 

            Manolo se encogió de hombros y comenzó a recoger las sillas, pero algo llamó su atención: un corazón tallado cuidadosamente y que él nunca había visto antes, rodeaba un nombre: Renée. 

            Don Gerardo nunca más volvió al Bar La Cumparsita, pero su mesa aún lo aguarda celosa y paciente, conservando con orgullo la memoria de aquel hombre eterno. 

“Quién sabe”, pensaba Manolo, “quizás algún día don Gerardo Matos regrese al bar en compañía de su amada Renée y escriba acá su mejor tango”. 

            —¡Gallego!, ¿estás en Babia?, ¡servime otra, por favor!


Comentarios

Entradas populares de este blog

EL SÓTANO

EL SÓTANO En homenaje a todos los que pasaron por él y dejaron en sus paredes, un pedacito de historia.  Mil gracias "Ficha" y "Chiche" por compartir generosamente conmigo sus recuerdos. Escaleras abajo, el aire se poblaba de historias, y también de fantasmas que ya habitábamos desde tiempos inmemoriales ese recinto, mucho antes de haber sido levantadas sus paredes y dispuestas las ventanas. Incluso antes aún, de que alguien (ya no recuerdo el nombre) bajara esos escalones nuevos y relucientes por primera vez. Por eso puedo con propiedad, contarles esta historia. En este viejo sótano ubicado en la esquina que forman las calles montevideanas de Magallanes y Lima (donde por un descuido del destino se unen el nombre de un conquistador con el de una ciudad conquistada), un grupo de amigos orejeaba las cartas de la vida entre risas, discusiones y copas mientras allá arriba, el loco mundo seguía dando vueltas y vueltas al sol. La luz amarillenta de las lamparitas Gene

EL RENGO

  Le llamaban “el Rengo” y era evidente la causa del apodo: su pierna izquierda terminaba en un muñón a la altura de la rodilla que él prolijamente cubría haciendo un doblez perfecto en el pantalón y ajustándolo con imperdibles que ocultaba entre la tela.                Un rito diario que nadie había presenciado jamás y cuyo secreto protegía celosamente en cualquier circunstancia. Incluso en la intimidad de sus encuentros esporádicos de amores comprados con las pocas monedas que lograba reunir mendigando la ayuda que otros, muchas veces, necesitaban más que él. Su vida había cambiado en un segundo, como cambian casi siempre las vidas, sobre todo cuando cambian para mal. En el correr de sus sesenta y pico de años (no recordaba exactamente la fecha de su nacimiento), había visto de qué forma el destino (por dar un nombre a lo inentendible), jugaba con la gente llevándola sin predilección de ningún tipo, de la fortuna a la miseria, del éxito al fracaso, de la felicidad (siempre efímer

LA SOMBRA DE ARISTO

LA SOMBRA DE ARISTO   Durante mi infancia, en el pueblo de mis abuelos (Sarandí Grande, departamento de Florida, Uruguay), un personaje al que todos conocíamos como Aristo y del que poco se sabía, recorría las calles día tras día. Iba arrastrando los pies y un poco a los tumbos llevando siempre en el bolsillo de atrás de su viejo pantalón, una honda. Todos nos burlábamos de su andar y le gritábamos “¡Aristo!” para luego escondernos para que no nos viera. Pasados los años, entendí que esa forma de tratar a los diferentes, es cruel e injusta. Aunque tarde, hoy escribo esta historia como un pequeño intento de reivindicación. —¡No se puede jugar a las cartas con ustedes!, ¡siempre ganan! Sinforosa, la abuela de Jorge, se quejaba de la buena suerte que tenían él y sus primos, Ana y Pedro, en el juego del purrete. Los vintenes iban con demasiada frecuencia de la mesa al bolsillo de los gurises y a la noche siguiente retornaban, siempre y cuando durante el día alguno no sucumbiera a l