El adiós Sentada en un viejo sillón de madera y junco, bajo la sombra del enorme paraíso que dominaba el patio, la abuela soportaba inmóvil las calientes mañanas de aquel verano de 1980. Solo sus ojos celestes, herencia de sus padres italianos, se movían buscando algún rastro de la rebeldía y fortaleza que siempre había tenido. Aquella mujer silenciosa, triste y quieta, era otra mujer. En el cielo de su mirada, cada vez más tenue, la busqué porfiado. Reviví en sus pupilas, los rezongos y corridas por la casa cuando nuestras diabluras se volvían molestas. Y sobre todo añoré su sonrisa franca asomada a la hora del mate, cuando colgaba su eterno delantal en el fogón y disfrutaba cansada pero feliz, de las tardes tranquilas del pueblo. Es que la abuela llevaba una armadura que solo se abría con la llave del beso de alguno de sus nietos. Y entre empujones y quejas, siempre asomaba aquella mueca de amor que por alguna razón, se resistía a permanecer más de lo necesario. El beso
Historias, versos y otras yerbas.