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EL RENGO

 


Le llamaban “el Rengo” y era evidente la causa del apodo: su pierna izquierda terminaba en un muñón a la altura de la rodilla que él prolijamente cubría haciendo un doblez perfecto en el pantalón y ajustándolo con imperdibles que ocultaba entre la tela.

            Un rito diario que nadie había presenciado jamás y cuyo secreto protegía celosamente en cualquier circunstancia. Incluso en la intimidad de sus encuentros esporádicos de amores comprados con las pocas monedas que lograba reunir mendigando la ayuda que otros, muchas veces, necesitaban más que él.

Su vida había cambiado en un segundo, como cambian casi siempre las vidas, sobre todo cuando cambian para mal. En el correr de sus sesenta y pico de años (no recordaba exactamente la fecha de su nacimiento), había visto de qué forma el destino (por dar un nombre a lo inentendible), jugaba con la gente llevándola sin predilección de ningún tipo, de la fortuna a la miseria, del éxito al fracaso, de la felicidad (siempre efímera), a la amargura (más duradera y muchas veces eterna). Y él no era la excepción. Su paso por el mundo se movía de un lado al otro como una caja suelta en la bodega de un barco que navega en aguas turbulentas. Aunque en honor a la verdad, hubo un tiempo en que creyó que la fortuna se había apiadado de su aspecto de alfeñique más bien feo, mostrándole su mejor cara.

Fue en la época en que nació, El Jockey. Un título que ganó, sin pensarlo, montando caballos pura sangre, lustrosos y altaneros, luciendo trajes de raso iridiscente, sonriendo y recibiendo sonrisas de damas que aparentaban elegancia y recato detrás de ropas y joyas que muchas veces eran regalos de caballeros con dudosa intención.  Llegó a creer que ese sería su estado natural, el paraíso.  Iluso. Pequeño e iluso, “¡qué burda altanería la mía!”, pensaba cada vez que su locura rescataba esos recuerdos.

Don Alfonso se lo quedó mirando.

—¿Quién es ese niño?

—¿Aquél de allá?, es Juan, el hijo de la cocinera.

—Monta muy bien para su edad.

—Sí, tiene un don especial con los caballos. Algunos dicen que lo entienden cuando les habla. Pura charlatanería, nomás.

—Me gustaría llevarlo para la ciudad. Vos sabés que tengo algunos caballos y quisiera apadrinarlo y quizás, ¿quién te dice?, convertirlo en jockey.

—¿En jockey?, ¡vos estás loco! Como decirlo…ese niño no conoce otra cosa que no sea este campo. No creo que puedas hacer mucho.

Don Alfonso, guardó silencio, sacó una vieja pero lujosa cigarrera de plata del bolsillo interior de su chaqueta, tomó un cigarro y acunando con sus manos el encendedor para proteger del viento la frágil llama, se quedó mirando a lo lejos aquellas figuras que parecían una. Detrás del humo y entrecerrando los ojos, saboreó el tabaco que siempre lo ayudaba a pensar mejor.

—Si me dejás, voy a hablar con la madre. Por ahí la convenzo.

Juan fue creciendo.  Una vez al mes, visitaba a su madre durante un fin de semana. Y mientras la ayudaba revolviendo los guisos que iban espesándose en ollas enormes, le contaba atropelladamente todo sobre el mundo que había afuera de aquella cocina. Desfilando entre sartenes y fuegos, mostraba a su madre las ropas nuevas y a la moda que lucía, contaba sus hazañas en la escuela, y “sobre todo, mamá, ¡si vieras los caballos que puedo montar! ¡No sabés cómo corren, son cómo el viento!”.

“El Rengo” se despertó incómodo debido al frío que taladraba su cuerpo hasta los huesos; como un gusano voraz, lo sentía recorrer su pequeña humanidad acalambrando los sentidos. Entre dormido, buscó con sus manos toscas y curtidas, algo más de abrigo para sobrellevar aquella noche de invierno sabiendo que era un gesto inútil.

Pesadamente sus ojos se abrieron buscando ansioso el rostro de su madre, esperando sentir el olor a su comida, oír las risas cómplices del amor filial que siempre habían cruzado el aire como guirnaldas.  Pero solo encontró el techo descascarado y mohoso de aquel cuarto de pensión deprimente, el olor pegajoso a humedad que todo lo estropeaba y el silencio. “Es lo malo que tiene despertar de un sueño y recordarlo”, se dijo.

La primera carrera fue la prueba de fuego. ”Sentía nervios hasta en los pelos”, contaba después.

Montaba a “Xocolat Noir”, un ejemplar que hacía suspirar a todos y que sembraba la envidia en los rivales. Era un caballo enérgico y valiente.  Ya en las gateras, Juan le susurró al oído: “Xocolat, hoy me tenés que ayudar.”  Fue su primer triunfo en una competencia oficial.

Muchos más, algunos épicos e impensables, comenzaron a gestar la leyenda de su imbatibilidad. Dormía en grandes hoteles de lujo, viajando por el mundo a cuestas de sus hazañas. Tenía, es cierto, algunos vicios, “pero solo los que tengo que tener para no desentonar en el ambiente”, argumentaba cuando se tocaba el tema. La mezcla era perfecta. Juan navegaba los mares de una gloria nunca esperada, pero que ahora sentía merecida.

Su nombre ya no importaba, todos lo llamaban El Jockey. Las portadas de los diarios mostraban su sonrisa infantil, inocentemente cautivante, pero en el fondo de sus ojos, si se lo miraba bien, se descubría al niño que susurrando historias al oído de los caballos, esperaba por él.

“El Rengo” se miró en el viejo y cascado espejo: “¿me alcanza por favor, un jabón Penhaligon's a la habitación 532? ¡Claro que lo necesito ahora, señorita, estoy en la tina!”. El reflejo de sus dientes gastados, amarillos, raídos, asomándose detrás de una media sonrisa, ensombreció su semblante dibujando en su boca una mueca de resignación. “Cuántas cosas pasan en una vida. Y qué larga me parece ahora”, pensó mientras sacudía el polvo de su viejo saco, compañero de camino, gastado y de color indefinido que vestía cada día con dignidad y con toda la elegancia que aún intentaba conservar. Con dedicada atención, repasó cada detalle de su aspecto, corrigiendo el nudo de la desteñida corbata para que el ajuste fuera perfecto, alisando con perseverancia las rebeldes arrugas de la vieja camisa de lino, una de las pocas cosas que aún conservaba de aquellos tiempos de esplendor.

Cada tanto, le asaltaban las mismas preguntas para las cuales, nunca había encontrado respuesta: ¿qué había sucedido? ¿Cuál había sido su error, si es que lo hubo? ¿Por qué permitió que su egoísmo lo dominara y lo empujara a mantener las cosas como estaban? Detrás de todo aquel fastuoso mundo, ¿dónde había quedado el verdadero Juan? Sentía que él habría podido navegar de otra manera por aquellos mares desconocidos y repletos de cantos de sirenas que ocultaban la existencia de profundos abismos, como éste en el que había caído. Un abismo sin salida, una sentencia a vivir sin esperanza el resto de su vida.

Una potente camioneta estacionó frente a las caballerizas. Traía un tráiler de esos que se utilizan para transportar caballos. De su interior surgían resoplos y golpes inquietantes.

Don Alfonso se apeó del vehículo con dificultad, los años se hacían sentir.

Juan observaba la escena disimuladamente mientras limpiaba los costosos arreos.

—¡Juan!, ¡vení a ver lo que te traje!

Se acercó entonces al tráiler en el momento en que dos empleados intentaban con mucho esfuerzo, bajar al enojado animal.

—¿Qué te parece? —pregunto Don Alfonso apoyando su brazo sobre los hombros de Juan.

—Es hermosa, ¿no?

Juan miraba asombrado la estampa de aquella potranca fastidiada de tanto viaje y ataduras.

—¿Cómo se llama?

—Le puse “Lucy Loocky”, ¿qué te parece?, ¡Lucy la chiflada! —lo inquirió su patrón lanzando una ruidosa carcajada.

Extrañamente Juan presintió algo en ella, quizás un dejo de tristeza; ese eco particular que tiene la risa cuando quiere cubrir la preocupación.

—Con ella correrás el Gran Premio, de modo que hay que ponerse a trabajar de inmediato. ¡Vamos, a conocerse! —y lo empujó suavemente hacia el animal.

Cierto día, Don Alfonso lo llamó a su despacho. No era raro que lo hiciera para felicitarlo o simplemente decirle que era “el mejor jockey que había conocido”.

Al entrar, ni siquiera lo saludó.

—Sentate Juan, por favor.

Algo había cambiado en un momento. El mundo parecía detenido en aquella habitación otrora escenario de alegrías y ahora, más parecida a un templo helado y vacío, con la imagen de un dios acabado perdido en el altar.

—Estoy en la ruina —comenzó abatido Don Alfonso.

—Creí que el mundo giraba a mi voluntad y me sentí eterno e invencible. ¡Qué enorme pecado es la vanidad, Juan! Ya no puedo más; estoy en el suelo, pisoteado por ingratitudes y traiciones, y con la culpa de haber estado ciego a lo que pasaba a mi alrededor, sordo a los anuncios que el destino gritaba en mis oídos. Perdido y sin refugio.

Juan lo miraba desconcertado y sin respuesta.

—Me han propuesto un arreglo. Si nos dejamos ganar en el Gran Premio que se corre la semana próxima, me darán otra oportunidad.

Don Alfonso secó el sudor de su frente y miró hacia las paredes desde donde las glorias de grandes triunfos, sonreían ajenas a su dolor. Una mueca irónica del destino.

Se dejó caer en un sillón, vencido, sin importarle que Juan notara las lágrimas que recorrían los surcos de su piel. Hasta que, al fin, recomponiéndose, lo miró a los ojos con la misma seguridad de siempre.

—Juan, yo no te puedo pedir eso a vos ni yo me lo voy a permitir. De modo que, ¡vamos a correr para ganar!

 

La niebla matinal de ese domingo se mezclaba con el sopor de sus propias almas y los abandonaba sin rumbo en la duda. Ganar para perderlo todo.

La cabeza de Juan daba vueltas y vueltas sin permitirle un descanso desde su encuentro con Don Alfonso. Pero allí estaba, aguardando el momento de la partida montando a “Lucy Loocky”.

El disparo de salida lo tomó por sorpresa. Y sin dase cuenta, otra vez corrían sobre la pista de grava en medio de un tropel de iguales para los que solo existía un destino: el disco de llegada.

Faltaban 100 metros, se ubicaban en segundo lugar. “Ganar para perderlo todo”, se repetía. Y ya no dudó más. Se encaramó en el lomo de “Lucy Loocky” y le susurró al oído: “¡vamos a mostrarles quienes somos, nena!, ¡no me falles!”. La potranca sacudió la cabeza con furia y aceleró el paso. La distancia comenzó a acortarse, cada vez más cerca de la meta; los ojos de Juan estaban rojos de rabia y su mente puesta en el esfuerzo por hacerse más liviano cada centímetro.

Faltaban 10 metros para llegar al disco y el primero solo les llevaba medio cuerpo cuando dos sonidos secos, casi al unísono, retumbaron dentro del casco y por milésimas de segundo que le parecieron horas, el mundo y su cuerpo, quedaron suspendidos en el aire. Luego, la nada.

En el palco, un grupo de personas se agolpaba alrededor de la figura caída de Don Alfonso.

Juan despertó en el hospital, con su pierna amputada. “Lucy Loocky” había caído sobre ella, muerta de un disparo.

“El Rengo” se levantó del catre de un salto. ¡Él era El Jockey! Seguro que todo era un sueño, una triste historia, una trampa de su imaginación. Seguro que por allí estaba Don Alfonso con su eterno cigarro entre los dedos, esperando sonriente para felicitarlo.

—¡Ya llego, Don Alfonso!, ¡ganamos otra vez!

Y en un último salto al vacío, intentando alcanzar los recuerdos que se alejaban detrás de una nube de polvo, tropezó con su único pie y cayó al suelo aparatosamente. Y nunca más se levantó.


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