EL VUELO
Me topé
con ella mientras intentaba correr para no perder el maldito ómnibus que
siempre se me adelantaba. Seguro que hacía el ridículo con mi gabardina
aleteando a mis espaldas, intentando infructuosamente evitar la trampa eterna
de las baldosas flojas. Es que con estas botas de lluvia uno se siente un
elefante trasnochado queriendo avanzar con pies ajenos.
No sé por
qué sucedió, aunque el destino a veces nos hace estas jugadas.
Sí,
seguramente fue eso; es una respuesta que me doy cuando hay algo que no la
tiene. No había otra razón, o no me preocupó en ese momento. Solo sucedió.
Fue un
instante, un mínimo movimiento de la cabeza que me llevó hacia ella.
Un
relámpago me volvió a la realidad con su estroboscópica luz y comprobé con
rabia, como mi ómnibus pasaba de largo salpicándome, maliciosamente, con un
tsunami de agua sucia.
Me detuve
cansado, enojado y rendido. Humillado una vez más por esta ciudad que hoy me
parecía lo más triste y oscuro que se pudiera encontrar. Y en medio de esa
angustiosa impotencia, sin quererlo, otra vez, me encontré con ella.
Una
mirada. Surgiendo entre trapos oscuros, fijándose en mí, un pobre perdedor de
ómnibus. Y el mundo se detuvo y ya no
pude desprenderme de esos ojos que curiosos, tendían un puente invisible hacia
los míos. Y una fuerza pertinaz pero amable, me arrastró suavemente a la
oscuridad de aquel rincón.
La parada
desierta, apenas iluminada por la triste luz amarilla de la avenida, parecía
lejana. Los autos corrían ruidosos de un lado para el otro apurados en su vuelta
al hogar. Un hogar; el lugar donde arde el fuego que entibia al espíritu. Y
entonces ahora, en este minuto de la noche, de este día, de este presente, ¿cuál
era mi hogar, acurrucado a una pared, temblando de frío y soledad?
Solo miraba
y oía el sonido de las ruedas sobre los charcos pidiendo que el mundo se
callara y otra vez, el tsunami de agua sucia y pestilente sobre mí, empañando
mis ojos y mojando mis pobres trapos ya mojados de tormentas eternas.
Y mis ojos
ardían secos de lágrimas, gastados de tanto mirar sin ver.
La gente
iba y venía apurada en sus asuntos, huyendo de la lluvia y de fantasmas reales
e inventados. Huyendo. Escapando de la realidad para que no los tomara por
sorpresa, miedosos por perder lo que creían tener para siempre. ¿No saben que
la vida es un instante? ¿No saben que un instante puede ser la diferencia entre
la vida y la muerte, entre la felicidad y la tristeza, entre la cordura y la
locura? ¿Acaso saben cuánto dura un instante para mí en este pozo oscuro y
maloliente al que me destinaron sus apuros?
Corrían
con la vista hacia abajo, evitando encontrar mi mirada. Allí estaba, sé que me
veían con el rabillo de sus ojos asustados y un pequeño sentimiento de culpa
pasaba fugaz por sus cabezas (quizás no todas), pero seguían su carrera
buscando en las baldosas algún consuelo que los exculpara. Yo solo era una
parte del decorado, con los mismos derechos que el muro que me sostenía.
Todo lo
que sabía se borró de mi cabeza. Todo lo que tenía se esfumó. Todos los amores
se convirtieron en historias que no sabía si habían sucedido alguna vez. Todo
lo que había sentido, yacía acallado bajo una costra de miedos.
El viento de
siempre llevaba y traía trocitos de vida difíciles de asir. Siempre fue así, por
lo menos en esta ciudad-colador. Partículas diminutas que se convierten muchas
veces en la única oportunidad de hacernos de un poco de ternura o de recuerdos.
Ese viento movedor de cosas, arrimó hasta mí, un papel maltratado y sucio que
quedó estancado bajo mi pierna. Temblando, quizás en busca de un puerto, con la
esperanza de que fuera el definitivo.
“No es
este el mejor lugar”, pensé. Lentamente convertí al viajero, con mis manos
toscas (¿dónde estaban mis otras manos?), en un avión desparejo y maltrecho y
esperé con paciencia, una nueva ráfaga generosa para enviarlo a mejores
destinos.
Me miré en
el vidrio de la parada y vi como las arrugas de la intemperie dibujaban en mi
cara profundos surcos, lechos secos donde ya no corrían las lágrimas, un
desierto donde hace tiempo no amanecía una sonrisa. Me di miedo.
Y pensé en
lo que más deseaba. Quería un lugar en este mundo ajeno. Un sitio donde
sentirme dueño de mi vida. No este rincón gris y anónimo de todos y de nadie,
sino uno donde fuera posible tener un destino, soñar, amar. Construir una
historia.
Cerré los
ojos que apenas habían parpadeado y sentí una gran tristeza. Un dolor intenso
se apoderó de mi pecho y grité.
Unos
muchachos apurados pasaron a mi lado y me miraron. Pasaron. Siguieron. No se
detuvieron.
Pensé
entonces en el papel sucio y maltrecho convertido ahora en avión, surcando los
aires de la ciudad en busca de un lugar definitivo donde refundar sus sueños y sembrar
otros nuevos. No lo cobijé ni decidí por él, simplemente le di alas.
Un sacudón
me devolvió a la parada. En el horizonte neblinoso de aquella noche invernal,
se divisaban las luces amarillentas de un ómnibus. Miré hacia el muro y no
encontré la mirada.
Una vieja
manta desflecada y sucia, se sacudía enganchada en unos cables del alumbrado.
El sonido monótono del motor y la soledad de la mañana que apenas comenzaba a despertar, me hicieron caer en la cuenta de mi cansancio. Bajé los ojos y miré mis manos. Llevaba restos de aquel encuentro. Vestigios de su vida en la mía. "Ponerse en la piel del otro te deja huellas", pensé, y quedé dormido.
Y soñé
con una ciudad donde todas las miradas escondidas salían de sus oscuros e
invisibles rincones y volaban con nuevas alas, en busca de un poco de la felicidad
merecida.
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