EL SÓTANO
En homenaje a todos los que pasaron por él y dejaron en sus paredes, un pedacito de historia. Mil gracias "Ficha" y "Chiche" por compartir generosamente conmigo sus recuerdos.
Escaleras abajo, el aire se poblaba de historias, y también de fantasmas que ya habitábamos desde tiempos inmemoriales ese recinto, mucho antes de haber sido levantadas sus paredes y dispuestas las ventanas. Incluso antes aún, de que alguien (ya no recuerdo el nombre) bajara esos escalones nuevos y relucientes por primera vez. Por eso puedo con propiedad, contarles esta historia.
En este viejo sótano ubicado en la esquina que forman las calles
montevideanas de Magallanes y Lima (donde por un descuido del destino se unen
el nombre de un conquistador con el de una ciudad conquistada), un grupo de
amigos orejeaba las cartas de la vida entre risas, discusiones y copas mientras
allá arriba, el loco mundo seguía dando vueltas y vueltas al sol.
La luz amarillenta de las lamparitas General Electric, despojaba a los
miembros de esa cofradía barrial de títulos de nobleza, haciéndolos iguales y
confidentes. Una sola cosa unía las voluntades en ese templo: la amistad y en
pos de ella, cumplían fielmente sus rituales.
La construcción tenía forma de “L” (¿de “locura”, de “libertad” o de
“lirismo”?). Sobre el lado que se asomaba a la calle Lima estaba el estudio del
arquitecto Máximo Córdoba. Allí descansaban como en una ciudad empapelada,
planos, apuntes y libros. El olor a humo de tabaco negro lo impregnaba todo y
amarillaba sus dedos que proyectaban futuros con tinta china, la que secaba con
un curioso método arrimando a los brillantes trazos, la brasa del cigarrillo.
Una forma quizás, de sellar su obra para siempre. Claro que muchas veces, yo
tenía que soplar sobre esas líneas finas y negras, aunque él nunca lo supo.
Ventajas de ser un fantasma.
Al final del día, ese olor fuerte y astringente, era sustituido por el
aroma dulzón del tabaco fino quemándose en la pipa del arquitecto, como si ese
cambio fuera parte de la transformación que sufría el lugar cuando aquellos
papeles y enseres eran arrinconados en una esquina de la gran mesa, para dar
lugar al rito pagano (pero no por pagano, menos sagrado) de una partida de
truco. De esta forma, él adquirió sin quererlo o quizás queriéndolo, el nombre
de guerra de “El Pipa”.
En el otro extremo, sobre la calle Magallanes, una mesa hacía las veces de
altar donde se hacían las ofrendas de asados y menudencias, regados de vino,
con abundancia medida. Un viejo Primus siempre con el kerosene justo, calentaba
el agua de una olla de aluminio que serviría, muchas horas más tarde, para
borrar los rastros del banquete. En un rincón, donde van las habitaciones que
avergüenzan un poco a los humanos, había un pequeño baño, extremadamente
humilde pero que cumplía con honor su cometido respondiendo con entereza a las
mayores exigencias.
Allá por los años 66 o 67, el Sótano abría sus puertas todos los días a
excepción del domingo, dispuesto a recibir entre sus paredes encaladas, a quien
necesitara o simplemente quisiera, un rato de compañía o de descanso.
Más adelante, en un rapto de cordura (y en algunos casos de salvataje
matrimonial), todos acordaron que viernes y sábados eran una buena opción.
Nosotros, habitantes invisibles del lugar, no podíamos estar más de acuerdo
(los fantasmas también necesitamos descansar).
Tres generaciones se reunían en el Sótano en sesiones de terapia sin
sicólogos o para precisarlo mejor, con sicólogos titulados en la calle y la
bohemia. Tres formas diferentes de ver
la vida, unidas por algo tan simple a veces y tan compleja otras, como la
amistad.
Recuerdo algunos jóvenes de aquel entonces: Lalo, Chiche, Ficha, Walter, Fune,
Pablo Cardozo, Gustavo Bernini, Jorge Palles y un sinfín de muchachos más. Se
me escapan muchos otros nombres por culpa de esta cabeza de humo transparente,
pero todos eran importantes por únicos y diferentes.
Para todos ellos era una aventura. Entrar en el mundo de los grandes,
escuchar sus conversaciones e historias. Soñar en definitiva con un camino que
estaban comenzando a transitar. Y seguían siendo un poco niños, inocentes e
ingenuos.
Una vez vi asomarse por la ventana a dos de ellos, Chiche y Tabaré, que
estaban esperando que el arquitecto abriera la puerta. No era cuestión de andar
golpeando, faltaba más. Cuando éste se dignó a abrir, se acercaron caminando
despacio, como al descuido, bajando los escalones casi en puntas de pie. El
veterano estaba dibujando como casi siempre; los miró y los saludó. Tabaré daba
vueltas y vueltas buscando la botella de whisky para servirse y el vete lo
miraba por encima de los anteojos hasta que en un momento deja su trabajo y le
dice: "abajo de ese libro hay una nota para vos". Tabaré se acerca al
libro intrigado y levanta el papel, que con letra muy prolija decía: ¡ANDÁ A
COMPRAR, PELOTUDO!
También se pagaba derecho de piso.
Como aquella vez en que el arquitecto, serio detrás de aquellos lentes
enormes se la jugó a uno de los chiquilines que estaba muy intrigado en una
caldera negra, seguramente por el tizne o por el humo omnipresente que todo lo
cubría (y de paso nos disimulaba a nosotros los fantasmas).
-Che, Cabeza, ¿cómo agarrás una caldera sin quemarte?
-Y, por el asa, ¿no?
-Mirá- dijo el hombre mientras sostenía la caldera apoyando el fondo sobre
las uñas de su mano casi cerrada- mirá, así nunca te vas a quemar.
El chiquilín lo quedó mirando como dudando de si era verdad lo que veía.
Por suerte para sus manos, nunca intentó el truco.
Quizás pensando en el futuro o
por pura inconciencia nomás, los mayores les confiaron las llaves del Sótano.
No tenían más de 16 o 17 años. Locos de la vida, organizaban matinés, con Fidel,
el gordo Sergio Faluotico y a veces Fernando, o el Pato. El Veterano llegaba siempre apurado a las 19 y poco; salía
del Banco Hipotecario, su trabajo, y llegaba en minutos siempre con algunas
flautas abajo del brazo y alguna botellita.
Pero eran los veteranos el alma del lugar.
Dueños de una espontaneidad genial que aseguraba que siempre, incluso en
los momentos más complicados, surgiera una sonrisa.
Cierta vez, en tiempos de dictadura, algunos de ellos fueron a parar a la
seccionar 14ª por el solo hecho de estar reunidos. Uno de ellos al que llamaban
“El negro Palléz” hablaba y hablaba, quejándose de todo. Así estuvo un buen
rato hasta que en una el veterano Varela que ya no aguantaba más, le dice: “¡Negro,
sino te calmás, pido la libertad!
Cuando el Tate Vázquez, jugador de básquetbol del club Aguada llegó por
primera vez, se presentó formalmente a un grupo de viejos miembros del Sótano.
-Hola, mucho gusto, soy Tate Vázquez.
-Encantado, Joaquín de Salterain- le dijo Salterain, que así se llamaba.
-Bienvenido, Eduardo Acevedo- se presentó Varela, bromeando
-Mucho gusto, Dieciocho de Julio- le dijo Eloy.
El hombre sintió que le tomaban el pelo presentándose con nombres de calles
y nunca más apareció.
Los amigos le dijeron a Eloy: -Che, ¿por qué no dijiste un nombre más
creíble?
-Bueno- dijo Eloy- todo venía tan rápido que me salió Dieciocho…
De todo se hacía una oportunidad para disfrutar lo simple, incluso de
aquello que visto de afuera podría parecer simplezas infantiles llevadas a cabo por
hombres hechos y derechos.
En una oportunidad, Eloy y Gedíaz ganaron uno de los tantos campeonatos de
truco que se organizaban. En medio de la alegría, la pareja ganadora brindaba y
convidaba vino servido en la copa obtenida. Cuando tocó convidar a los
perdedores, uno de ellos al que llamaban “El Portugués”, le dijo muy serio: “Yo
no tomo en copa, tengo medalla para tomar”.
El truco y el Sótano siempre fueron de la mano. De esa unión surgían miles
de anécdotas muchas recordadas aún y muchas otras, quizás la mayoría, perdidas
entre sus paredes.
Cierta vez llegó uno nuevo y lo sentaron a la mesa. El hombre tenía liga y
cantó “flor”. Don Eloy, que estaba en la pareja contraria, anota los tres
puntos para ellos. Con cierta timidez, el nuevo lo corrige: “disculpe señor,
pero el que cantó flor fui yo”. Y rápido como una flecha Eloy le
responde:”¡perdóneme usted, mi amigo, es que tiene la voz igualita a la de mi
compañero!”
El bar, el boliche de la esquina era un escenario infaltable en aquella
época y el lugar donde se cursaba el doctorado del buen bebedor.
Había un trío que era imposible de seguir cuando se ponían a tomar:
Salterain, Pijuán y “El Profesor”. Trabajaban juntos y tenían una oficina,
estratégicamente ubicada arriba del boliche “El Mingo”, en la calle Brandzen
donde paraban otros veteranos asiduos al Sótano. Tenían un aguante endemoniado
que nadie podía superar.
El grupo era heterogéneo, como la misma sociedad.
Estaban los fijos, los que no fallaban. Aquellos fieles adeptos a la
costumbre que sabían que es necesaria la constancia para que las cosas buenas
perduren.
Otros personajes aparecían de repente y como aventureros de la ciudad, de
la misma forma en que llegaban se iban. Unos retornaban, otros no. Como Quiroga
que cada tanto se arrimaba a las tertulias subterráneas. Decían que trabajaba
embarcado, vaya a saber en qué barcos y qué puertos conocería, pero en su
itinerario siempre estaba atracar en aquella bahía del barrio de la Aguada con
olor a humo y alegría perenne. Otro era “El Porteño”, un bohemio de la noche,
cantor de tangos en boliches y burdeles. Contaba que conocía a Silvio Soldán,
¿se acuerdan?, el de “Grandes Valores del Tango”. Se hacía querer cantando y
contando historias del arrabal (ciertas o inventadas), pero un buen día, como
una percanta perdida, se fue para no volver.
Llegaban también ventajeros y oportunistas que “hacían buena letra” para
sacar alguna tajada de alguno de ellos, sobre todo del arquitecto que era de sí
fácil y mano generosa.
En aquella Babel donde al contrario de la torre bíblica, todos hablaban el
mismo idioma, se mezclaban orígenes y profesiones.
Cada uno de ellos merecería que se contara su historia, quizás algún día, o
nunca.
En aquel entonces, como ahora, la gente se rebuscaba para llevar el pan a
la casa. Como pasaba con Casayu que tenía dos trabajos: llevaba adelante un
negocio de recarga de garrafas y era chofer de Cutcsa. Alguien dijo alguna vez,
que era una mezcla explosiva. Compartía la profesión con “El Tano” Marcoveccio.
Muchos dejaban en la vereda sus trajes de trabajo y sus “poses” para
mostrarse tal cual eran. Algunas veces
el sonido de la guitarra de Noel, vendedor-visitador de Farmacias, se animaba a
pelearle un lugar al parloteo de los demás. Los más jóvenes lo cargaban con su
nombre diciéndole: “¡No!, ¡ese No es!” y el hombre no le encontraba la gracia,
hasta que le ganaron por cansancio y al final ya no se quejaba. Su colega, “El
Bebe” Gayol que trabajaba como vendedor de Mejoral, lo disfrutaba como el resto.
Otros aparecían en las grandes ocasiones, como lo eran las fiestas de fin
de año y aun así, eran bienvenidos.
Y como en las matemáticas, había un denominador común que unía a todos y
hacía que a pesar de sus diferencias, fueran parte de un único resultado: el
cariño por ese recinto de espíritu bohemio y familiar.
Este sentimiento hizo que un día, un grupo de muchachos que en su mayoría estudiaba
arquitectura, pensaran una pequeña reforma que permitiera separar “el comedor”
del estudio de Córdoba y sobre todo, de la mesa donde se jugaba al truco.
Y allí nomás, al alcance de sus manos, encontraron una cantidad de cañas
tacuara preciosas y derechitas que transformaron con dedicación y entusiasmo,
en un biombo de primera.
La sorpresa se la llevaron cuando llegó Máximo y se dio cuenta que el
dichoso biombo estaba hecho con las cañas que había estado curando y preparando
por largo tiempo para usarlas luego como cañas de pesca. ¡Con lo difícil que es
encontrar cañas en la ciudad! El hombre “volaba” de calentura y los muchachos
no sabían dónde meterse. La buena voluntad a veces, se saltea algunos pasos…
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Cada uno de estos hombres llevaba su historia a cuestas, o por lo menos aquella parte de nuestra historia que no elegimos y de la que no nos podemos desprender.
Algunos acarreando penas, otros esperanzas y proyectos. Familias unidas o soledades,
tristezas o alegrías, esperanza o desilusión. Quizás, un poco de todo.
Contrariando a Dante, aquí se llegaba al paraíso atravesando el portal de
la amistad, escaleras abajo. Allí se encontraba el mágico crisol donde por un
momento el mundo exterior se transformaba en un pequeño paraíso y el alma
renovaba su juventud eterna. Un lugar donde el tiempo no se medía con relojes y
hasta la luz del sol o el resplandor de la luna, se perdían indiferentes allá arriba
por las calles del barrio.
Los fantasmas que lo habitamos aún seguimos allí, escondidos en los
rincones, evitando a los nuevos moradores.
Añorando el humo de los asados eternos, las risas alocadas y el choque
de los vasos que sostenidos por el espíritu de aquellos hombres, brindaban por
la alegría. Esa sencilla alegría que llega y se va en un instante y que no hay
que dejar escapar para poder recurrir a ella cuando sea necesario.
Ya no hay una escalera ni una puerta que invite a entrar; nuevas paredes
rompieron para siempre el noviazgo entre la calle y el viejo sótano. La vereda
ya no puede asomarse curiosa y tímida a su interior, ni “relojear” por las
ventanas tratando de escuchar las charlas de eterna bohemia o el mágico sonido
del acordeón de Walter desparramando tangos en cada rincón. Seguro que las
baldosas que rodean la esquina, están más grises; de tristeza, nomás.
Pero aunque parezca extraño, cada noche de viernes, se enciende porfiado el
fuego y en medio del ruido de sillas que se arrastran y botellas que se
descorchan, se escucha una voz gritando sobre las demás: “¡contra flor al
resto!”. Y nosotros, seres invisibles sin edad, salimos por un momento de la
oscuridad para encontrarnos de nuevo con esos viejos compañeros de viaje, navegando sobre
las notas eternas, de la Cumparsita.
La emoción me nubló los ojos y me costó leer hasta el final, las imágenes brillantemente narradas, me llevaron 45 años atrás, a mi calle, a mi barrio querido, a mis amigos y mis referentes que me hicieron como soy, con muchos defectos, pero tremendamente fiel a mis compañeros, a los queridos amigos de toda la vida, Salú vete querido dónde estés, salú a todos los que nos faltan, salú a todos los que están pero diseminados vaya a saber por dónde, gracias por esta maravilla que me hicieron llegar, me entregaron mi vida entera, Salú
ResponderEliminarGustavo, gracias por tu comentario. Es que los recuerdos nos hacen acordar de quienes somos...
ResponderEliminarNunca estuve en el sótano, pero sus historias siempre estuvieron presentes en las charlas con el Ficha, mi gran amigo y por eso las hice un poco mías...
Un abrazo.
Y cuando en plena Dictadura caen los Milicos para hacer un allanamiento me acuerdo que el Veterano tenía en un cajón el popular y afiches del partido uno de los Milicos abrió el cajón miro y haci.como miro lo cerró respiramos todos
ResponderEliminarSoy Juan Antonio Adinolfi
ResponderEliminarGracias por compartir esas vivencias.
ResponderEliminarExcelente Mario !!!
ResponderEliminarSótano si serás grande que fuiste inspiración de esta obra de arte. Mario que nunca fue se ingenió como Fantasma para estar con nosotros para revivir excelentes momentos inolvidables de nuestras vidas. Gracias Mario por rendir homenajes al Sótano que tanto lo merece por ser nuestra cuna de Amistad enseñanzas que nos dieron los veteranos y no tanto de lo que nos regalaron Viva La Amistad !!! Viva El SÓTANO !!! Gracias Mario Ferreira
ResponderEliminarSótano si serás grande que fuiste inspiración de esta obra de arte. Mario que nunca fue se ingenió como Fantasma para estar con nosotros para revivir excelentes momentos inolvidables de nuestras vidas. Gracias Mario por rendir homenajes al Sótano que tanto lo merece por ser nuestra cuna de Amistad enseñanzas que nos dieron los veteranos y no tanto de lo que nos regalaron Viva La Amistad !!! Viva El SÓTANO !!! Gracias Mario Ferreira
ResponderEliminar