Hasta que nos duela de amor
No estaba segura si aquella sensación era otra trampa de
su mente. Es que últimamente le estaba jugando malas pasadas. A Ana le parecía
que ya había transcurrido mucho desde aquella noche en la que el mundo había
cambiado tanto.
Ya no le prestaba atención al pasaje del
tiempo: “¿qué utilidad tiene a estas alturas?”, se decía. Pero esto era
diferente.
La puerta del residencial se había cerrado a cal y canto. Durante días y días no había podido salir de su habitación. La angustiaba la incertidumbre de no saber cómo estarían sus rosas (que seguro esperaban por ella), y sobre todo, el no poder tomar la mano de su hijo.
Él se asomaba una vez a la semana a la ventana que daba al jardín como en una vieja fotografía y le hablaba con palabras entrecortadas que parecían venir de muy lejos. Y ella asentía con la cabeza mientras una mueca que quería ser sonrisa, aparecía sin ganas en su rostro. Es todo lo que podía hacer. Algunas veces se preguntó incluso, si no estaría soñando. Ana pensaba que lo que no se siente en la piel, no existe.
Y cuando las sombras de la tarde avanzaban, se perdía entre voces que no quería escuchar y la rodeaba entonces insistente y malvado, un viejo miedo: el miedo a la soledad.
Cada día igual que el anterior y que el siguiente, el mundo se había convertido en un lugar de malas noticias.
Solo veía pasar gente sin rostro, miradas opacas, sin palabras, sin bostezos, sin adioses. Se imaginaba sonrisas y besos atrapados en aquellos barbijos y pensaba cómo harían para llegar a destino, si es que alguno lo lograba.
Ana no estaba segura de su propia lucidez y cerraba con fuerza sus ojos hasta no aguantar más, intentando espantar los fantasmas que a veces la visitaban y la llevaban a otros tiempos.
Ayer le había parecido escuchar un villancico en la tele del comedor. “¿Ya Navidad?”, se preguntó.
Esa semana esperó con ansiedad la visita de su hijo, necesitaba confirmar que realmente el tiempo había volado de tal forma.
-¿Qué día es hoy?
-Hola, mamá. ¿Ni me saludas?- respondió sonriente y asombrado
el hombre.
-¡Es que necesito saber qué día es hoy!
-Es 23 de diciembre, mamá.
-Lo sabía- dijo Ana un poco apesadumbrada –mañana es Noche
Buena y pasado Navidad.
-Claro, y vendré a traerte unos turrones y a conversar
contigo y…
Ana lo interrumpió.
-Pero no me abrazarás.
-Todavía no podemos abrazarnos. Es por tu bien.
-Por mi bien…claro.
Ana miró hacia el jardín, sus ojos se perdieron detrás de
aquella silueta y murmuró para sí: “¿quién decide lo que me hace bien?”
-¿Qué dices, mamá?, no te escuché.
-Nada importante hijo; digo solo, qué diciembre más cruel
es este que nos ha tocado en suerte.
Esa noche no pudo conciliar el sueño. El recuerdo de mil navidades llenó el cuarto.
Cuando era niña, sabía que era diciembre porque la casa olía a jazmines.
Allí estaban, en medio del aparador, suspendidos
dentro de un vaso convertido en florero.
Una gran mesa manchada de colores, se poblaba de risas,
música y voces chillonas.
Y todos sin excepción, delataban su nerviosismo mirando
de reojo el gran reloj de los abuelos esperando que diera las 12. Porque todos, grandes y chicos, ansiaban la
llegada del tiempo de los abrazos.
La luz del amanecer comenzó a teñir tímidamente de rojo la habitación. Fue hasta la ventana y la abrió de par en par, y en la ligereza de la penumbra matinal, escuchó a su hijo gritar: “¡te voy a abrazar, mamá, hasta que nos duela de amor!”.
Ana cruzó los brazos sosteniendo sus hombros con fuerza y
sonrió al sol que comenzaba a entibiar su cara con la misma tibieza que un
beso.
Su hijo posaba las manos en la ventana y la miraba en silencio. Lanzó entonces una bocanada de aliento sobre el vidrio y escribió con un dedo tembloroso: “Ya falta menos…”.
Fue allí, en aquel amanecer del día de Noche Buena, que Ana supo que el abrazo llegaría, tarde o temprano, para no irse ya más.
Su hijo lo había prometido y eso le bastaba.
Aquel diciembre cruel, ya terminaba.
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