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TRAS LA CORTINA

TRAS LA CORTINA

En homenaje a la Librería Cooperativa del Cordón y a todas las librerías de viejo que tanto hacen por acercar la cultura a todos.




El zumbido de los tubos fluorescentes era molesto, pero ya no lo oían. Uno se acostumbra a casi todo.

Cada tanto la fría luz decaía en un pestañazo sin aviso.

-¡Hay que cambiar ese tubo, te lo pedí hace meses!  Dejás las cosas para después, y chau, nunca más.

Él siguió rascando distraídamente aquel rastro de pintura roja que tanto le molestaba. Cada vez que lograba sacar una lasca, emergía otro color aún más feo. “¿Es que habrá madera ahí abajo?”, se preguntaba.

El mate sobre el mostrador del fondo, esperaba hace rato que alguna mano se apiadara de él y le transmitiera algo de tibieza que lo reconfortara, aunque sea un poco.

Néstor y Elsa estaban sentados como cada tarde en aquellos viejos taburetes que más parecían de bar que de librería. Se había terminado otro día; en realidad hoy, se habían terminado todos los días.

-¡Cuánta gente vino…parecía una feria!

-Uff…demasiada para mi viejo cuerpo, estoy agotada.

Néstor tomó por fin el termo, descascarado y cubierto de calcomanías (recuerdo de militancias adolescentes), cebó un mate y lo dejó al lado de Elsa, más por costumbre que por otra cosa. Sabía que no se podía tomar, estaba helado, como sus almas.

Encerrados en sus pensamientos, cada uno recorría con la mirada su estante preferido en los antiguos armarios de la vieja librería. Conocían de memoria a sus habitantes. Unos, eternos vecinos afincados a un rincón donde nadie los buscaba o preguntaba por ellos. Escondidos, cómodos o resentidos. Otros, itinerantes e inquietos, se mostraban presumidos. Iban y venían. Salían a conocer el mundo más allá de la cortina y la vidriera y luego regresaban más gastados pero ufanos.

Y el silencio abarcándolo todo. Un silencio espeso y extraño, paradójicamente allí, en medio de tantas palabras.

Elsa suspiró. Una andanada de recuerdos empujó algunas lágrimas que secó rápidamente sin que Néstor lo notara. “Ya es mucho el dolor como para hacer escenas”, pensó.

Ambos estiraron sus brazos y sus manos se tocaron. Unas sonrisas tristes, melancólicas, se fueron dibujando lentamente en sus rostros. Más que sonrisas, muecas de labios apretados y ojos brillosos. Elsa levantó las cejas: “es lo que nos toca vivir, mi amor”, se dijo a sí misma, sabiendo que él la entendía.

-¿Vamos a sentarnos más cómodos?- propuso Néstor, moviendo levemente su cabeza.

Rodeando el mostrador que limitaba la zona de los libros de estudio, tantas veces repleta de estudiantes y padres reclamando listas eternas, entraron a una pieza que mostraba un cartel de “Privado” en la entrada.

Un sofá desvencijado de incierto noble origen, lucía aún con arrogancia sus maderas laqueadas y labradas de cedro francés y un tapizado verde inglés de raso ahora gastado, opaco y agujereado.

Enfrente, una gran mesa sobre caballetes, iluminada por una lámpara de dibujo, sostenía las herramientas y los enseres que utilizaban para rescatar sus libros.

Allí llegaban, sin saber desde dónde o por qué, y sin preguntarles nada, se los sanaba, hoja a hoja.

Néstor creía firmemente que los libros tenían vida y que sin pedir permiso, se iban apropiando de las voces de quien los leía. Por eso le gustaba saborear libros viejos, gastados, releídos, meditados. Sentía a otros leyendo con él y una parte de sí mismo se iba sembrando entre tantas palabras, con la esperanza, que sabía vaga, de resonar en algún momento, distante o cercano, en los oídos de alguien.

Sentados uno al lado del otro, charlaron y se rieron hasta que el cansancio los fue apagando y al fin, quedaron dormidos. Un rito final: su última noche en la librería.

Sobre las dos de la madrugada, Elsa creyó escuchar un rumor de voces en el salón. A su lado, Néstor dormía profundamente. Prestó atención: sí, alguien hablaba.

Con sigilo se acercó a la puerta. Una leve bruma iluminada se divisaba en el mostrador de enfrente, donde estaba la caja registradora. ¿Serían ladrones?

En silencio y protegida por las largas mesas, se fue acercando muy despacio, sigilosa, temiendo que las tablas sueltas del piso de viejo "pinotea" la delatara, hasta que al fin, pudo verlos.

Cuatro seres neblinosos, de una niebla luminosa y violácea, debatían animadamente. Unos pocillos de café, supuso, de la misma materia, desprendían humeantes un exquisito aroma.

-Como le digo, para mí el francés es el idioma del amor, del romanticismo perfecto. Un poema  prosaico declamado en la lengua de Víctor Hugo, se vuelve música. Estará de usted de acuerdo conmigo, “mademoiselle”.

-¡Totalmente! ¡Adoro ese dulce sonido gutural! Parece que cada palabra es saboreada antes de ser pronunciada… Je suis d'accord, monsieur!

-Sin embargo- terció una figura que lucía un bombín en su cabeza- no hay como la lengua de Shakespeare para relatar intrigas. Pocas palabras, justas y medidas que nos llevan de inmediato a ser partícipes de la acción.

“¿Qué hay de los nórdicos?”, pensó Elsa, pero evitó inmiscuirse.

-Si estamos hablando de lenguas y estilos, tengo que opinar, queridos amigos, que soy admirador del italiano. No hay nada parecido para narrar aventuras cotidianas. ¡Solo leerlo y escucharlo lo llena a uno de energía!, ¡y ni que hablar de su comida!, ¡mio Dio!

-¿Pero es que existe una lengua que pueda revelar en su riqueza todo el sentir del alma del escritor y lo acompañe por los caminos que él quiera recorrer, sin ponerle límites u obstáculos?- preguntó la dama.

-Si me permiten- dijo el hombre del bombín- pienso que esa lengua podría ser sin dudas, la nuestra, el castellano. Repleta de sinónimos y antónimos; de expresiones que se enriquecen con el tiempo, de verbos y palabras tan rebuscadas o simples como sea necesario. ¿O no es un placer leer algunos textos (y no quiero ser injusto dando ejemplos) que nos llevan a lo profundo del ser?

“Y también hay de los otros, que más vale olvidar, por más castellanos que sean”, opinó Elsa para sí.

-Quizás con cada idioma, en cuanto nativo del escritor, pase lo mismo- dijo al pasar uno de ellos mientras se llevaba el pocillo a los labios.

-Es posible que tenga razón. Bueno, creo que es tarde, debemos irnos. Recuerden que tenemos la tarea de buscar otro sitio para nuestras tertulias. Esta vieja librería ya no será nuestro reducto nocturno, una lástima. En fin, es la vida, ¿brindamos por ella?

-Pues claro, ¡salud!

-¡Salud!, ¡por la vieja librería y por los libros!

-¡Por los libros!- dijeron todos a coro.

Ante el asombro de Elsa (y la emoción que sin entenderlo le generó ese brindis), los cuatro alzaron sus pocillos y en ese momento, los neblinosos personajes se fundieron en el exacto lugar donde el humo de los cafés se hizo uno, hasta que impulsados por una brisa inesperada, desaparecieron por debajo de la cortina de hierro.

Elsa volvió a la pieza donde había dejado a Néstor. Dormía ahora volcado hacia el respaldo del viejo sofá. Se tendió a su lado.

Un suave resplandor que golpeaba con insistencia los párpados de Néstor, lo obligó a abrir los ojos. Perezoso y dolorido, se levantó. Se frotó el rostro para terminar de despertar y aplacó con la mano los pocos pelos que aún quedaban en su cabeza.

La luz del sol se abría paso con dificultad a través de los vidrios sucios de una solitaria banderola, delineando un blanco sendero donde flotaban caóticamente, miles de partículas insignificantes.

Elsa murmuró algo entre dientes y asomó la cara por debajo de una vieja manta a la que había echado mano en la fría madrugada.

Cuando se incorporó para contarle a Néstor lo que había vivido esa noche, no lo encontró.

Vagaba entre las mesas y las estanterías sacando un libro de aquí y otro de allá, acariciando los lomos de sus hijos pródigos. Caricias de despedida.

-Néstor, es hora de irnos a casa. 

-Sí, claro. Vamos.

Al cruzar la entrada, ambos se volvieron y aspiraron con todas sus fuerzas. Querían llevarse consigo ese olor inexplicable que emana de los libros.

La pequeña puerta dispuesta en la cortina, los llevó a la calle. El otoño mostraba su mejor azul (dicen que en estas latitudes, el cielo de otoño es el más azul de todos).

Las hojas amarillas de los plátanos, corrían por la calle raspando con sus puntas el asfalto y las baldosas, rezongando con aspereza como siempre lo hacen en las ventosas mañanas de mayo. Y luego, se reunían en la esquina en una ronda amarilla y ocre que intentaba, sin éxito, levantar vuelo.

Elsa se ajustó la bufanda y Néstor levantó el cuello de su viejo gabán; y abrazados, lentamente y sin voltear sus cabezas, dejaron atrás una parte de sí.

Horas más tarde, un gran camión atracó frente a la librería. Dos trabajadores saltaron a la calle y extrañados, descubrieron que el candado que debía asegurar la cortina de hierro, estaba fuera de su lugar.

Ambos hombres entonces, la impulsaron hacia arriba sin encontrar resistencia.

Y en ese preciso momento, decenas de miles de mariposas de papel salieron en bandada atropellándolo todo. Y luego de revolotear sobre la desierta calle, ascendieron a lo más alto del cielo (para envidia de las hojas de plátano) y volando hacia los cuatro puntos cardinales, cubrieron la ciudad de viejas historias.

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