SEPIA Y DESCOLORIDA
Estaba seguro de que
cambiaba de lugar cada vez que me acercaba a su escondite.
Podía oír el roce
del viejo papel escurriéndose entre las sábanas almidonadas donde mi madre
guardaba sus tesoros. Y de allí al estante de las medias y luego al de las
camisas y seguro que saltaba de sitio en sitio evitando cuidadosamente la caja
de las fotos familiares, porque allí ya había buscado pero ella sabía, que iba
a volver.
Esa noche había
soñado mucho, como tantas otras noches. Aunque suena contradictorio, recuerdo
mejor los sueños ahora de viejo que en mi juventud.
Pero
especialmente hoy, había despertado con la imagen borrosa de esa fotografía
grabada en mis pupilas. Una fotografía sepia y descolorida que alguna vez de
niño mi madre me había enseñado.
En el sueño no
alcanzaba a reconocer rostros ni lugares. Una bruma cubría la escena donde lo
único que podía entrever, era algo parecido a una ciudad a los pies de un cerro
o una montaña o quizás, solo un montículo de tierra a veinte centímetros del
suelo, no lo sabía.
Siempre creí que
en las fotos quedan atrapados pequeños vestigios del alma, trozos de presencias
y sitios que no pueden escapar de ellas, encarcelados para siempre. Me gusta
observar largo rato los rostros, intentando descubrir algún indicio de lo que pasó
por sus cabezas en el preciso momento en que la cámara capturaba ese instante
mínimo de sus vidas.
Muchas veces
descubrí sonrisas vanas disimulando dolores, rostros serios aparentando
hidalguías, posturas imposibles, miradas tristes y otras serenas. Escuché el
latir acelerado de corazones enamorados y otros lentos ya al final de su
resistencia; respiraciones entrecortadas, risas ahogadas. Y algunas veces,
mensajes indescifrables que solo aclara el tiempo.
Por eso
necesitaba con tanta urgencia encontrar aquella foto que recordaba haber sostenido
en mis manos. Tenía la impresión de que por alguna razón, algún viento a lo
largo del tiempo me la había arrancado para llevársela lejos por los cielos del
olvido y luego devolverla, justo hoy, a mi recuerdo.
Ya no tenía a
quien preguntar. Estaba solo en la casa familiar.
Me senté en la
cama del cuarto grande, contemplando el ropero que aún con sus puertas
descuadradas, mantenía enhiesta su elegancia de tiempos remotos. Un cofre de
madera noble en el que me gustaba hurgar de niño tratando de descubrir secretos
de mayores. Igual que hoy.
El silencio me
mantenía atento, seguro que en algún momento ella se iba a mover y delatada por
su confianza, la iba a descubrir. Pasaron los minutos y las horas y lo único
que quedaba era el silencio.
Me recosté y al
cerrar mis ojos, llegaron susurros de alcoba y el olor al humo del cigarro que
mi padre encendía como un ritual cada noche mientras en la radio sonaba un
tango. Escuché el tic-tac del viejo reloj a cuerda que sobre la mesa de luz
daba su batalla al tiempo, centinela de la puntualidad, testigo del paso de los
años. Y volvió su imagen sepia y descolorida a sacudir mi sopor.
De un salto
avancé sobre el viejo ropero y comencé a vaciarlo alocadamente. Sabía que allí estaba, no podía huir.
Cuando solo
quedaban los últimos estantes, entreví en el fondo de un cajón, el rectángulo
acartonado. Yacía arrinconada y sin escapatoria, golpeando inútilmente la vieja
madera. Me pareció incluso, descubrir un leve temblor en ella.
Sentí que mi
corazón se agitaba sin sentido, o quizás era la consecuencia de tanto esfuerzo.
De todos modos, un nudo se iba formando en la garganta y mis ojos comenzaban a
brillar a causa de unas lágrimas que no sabía por qué habían llegado.
No entendí lo que
pasaba, algo paralizaba mi cuerpo y no podía extender la mano.
Aspiré el poco
aire que pude y haciendo un esfuerzo, la tomé.
Me moví hacia la
ventana buscando el auxilio de la tenue luz del sol de la tarde, y miré la
foto.
Allí estábamos
los tres: mis padres y yo, sonrientes, felices.
En el dorso, una letras cuidadosas, ponían: “Cerro San Antonio – Piriápolis”.
Algunas imágenes se
movieron en mi recuerdo y pude atrapar, aunque fuera por un segundo, el ruido
del mar y las risas que iban y venían como olas.
Pero
sucedió, que al mismo tiempo en que iba
descubriendo los detalles, sus figuras fueron diluyéndose y quedé al fin,
nuevamente, solo en lo alto de aquel cerro.
Guardé la foto
cuidadosamente en mi bolsillo, sin soltarla, tratando de ordenar mis ideas y
entender lo que estaba sucediendo.
Y fue en ese
momento que escuché una voz de mujer, quizás la de mi madre, decir mi nombre.
Miré alrededor sabiendo que no iba a encontrar a nadie aunque sentí que ya no iba a estar más solo.
La vieja
fotografía tembló en mi bolsillo, y
tembló también mi corazón.
Mis dedos la
aferraron fuertemente por miedo a que nuevamente se fugara de mi vida y sacándola
de su refugio, la miré por última vez.
Solo vi, un cerro
vacío.
Un suave sacudón
me trajo a la realidad. Mi esposa y mi hijo me miraban sonrientes.
-¡Te dormiste en
el sillón!
Mi espalda lo
confirmaba, casi no podía incorporarme.
-Me prometiste ir
al cerro para sacarnos una foto los tres juntos y se hace tarde- se quejó mi
hijo.
Miré a mí
alrededor. La vieja casa de veraneo me dio la bienvenida.
Sobre el
aparador, entre platos pintados y carpetas de crochet, un viejo portarretratos
guardaba con celo la vieja fotografía sepia y descolorida desde donde mis
padres y yo, sonreíamos a la cámara.
-¡Vamos al cerro
entonces!, ¡no hay que perder más tiempo!
Al pasar por su
lado, guiñé un ojo a mis padres. Lo había entendido. Ahora, era mi turno.
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