LA VIEJA DE LA VENTANA
Poco a poco su
rostro surgía desde la oscuridad de aquel cuarto, como la caricatura de un
espectro pasado de moda que solo podía asustar a los distraídos.
La luz difusa del
sol oculto por los edificios que rodeaban mi calle, iluminaba con desgano
aquella cara, descubriendo apenas el contorno de sus pómulos endurecidos por
los años, los labios apretados y aquellos ojos chiquitos que aunque cansados de
tanto mirar, retenían aún restos del brillo adolescente donde se reflejaba el
ir y venir de la gente.
Le llamábamos la vieja de la ventana.
Ella gastaba sus días, asomándose al mundo a través de aquella ventana de vidrios pequeños y antiguos, escondida detrás de una raída cortina de voile que alguna vez fue blanca y que silenciosa, se movía al impulso de su arrugada mano.
Siempre estuvo
ahí desde que tengo memoria. Vivía en una de las casas más viejas y derruidas
del vecindario. Una construcción de techos altos, paredes gruesas y ventanas
enormes con balcones de hierro forjado, repletos de flores rígidas y
herrumbradas.
La casa se
adelantaba a las demás construcciones de la cuadra afinando la vereda y
obligando a los transeúntes a pasar a pocos centímetros de aquellos ojos
curiosos.
Nunca la vi fuera
de ese castillo descuidado; no supe nunca como vivía y la forma en que se hacía
de las cosas más elementales para vivir. Solo sabía, como todos en el barrio,
que siempre estaba allí.
Cada vez que
pasaba por su ventana, veía de reojo cómo la cortina se corría sutilmente y
sentía extrañamente, el roce de su mirada en mi nuca.
De niños
imaginábamos que era una bruja agazapada, esperando el momento en que nuestra
pelota quedara atrapada en su balcón para sacar sus garras y quedarse con
nuestros sueños. Evitábamos jugar cerca de su casa y aunque la calle era
angosta, preferíamos los rezongos y enojos sin consecuencias de otros vecinos,
a la posibilidad, nunca confirmada, de quedarnos sin alma por causa de algún
embrujo.
En las noches,
las paredes de aquella casa se volvían oscuras, recorridas por manchas que
parecían moverse y darle vida. Y siempre el silencio. Un silencio ruidoso de
pensamientos infantiles, de crujidos inventados en nuestra imaginación, de
voces que no entendíamos.
Pero al final, lo
único real, era el silencio.
La vieja de la ventana no tenía voz, no tenía cuerpo, no existía más allá de esa pálida cara imposible de describir por falta de más detalles.
Pero cierta vez, entré a su casa.
Una madrugada de
domingo, escuchamos un grito desesperado. Sobresaltados, nos levantamos todos
en casa para prestar atención e intentar descubrir qué era lo que estaba
pasando. Transcurridos algunos minutos y en el silencio de la noche, un sollozo
amargo comenzó a calar las paredes de nuestra casa. Una sensación de ahogo
tensó un nudo en mi pecho. Aquel sonido gutural era de una tristeza tan
profunda que sacudía el aire y lo espesaba de una manera tal que costaba
respirar.
-¿De dónde viene
ese llanto, por Dios?- preguntó mi madre.
-Parece venir de
la casa de al lado-contesté.
Nos miramos un
instante. Ambos sabíamos de quien hablábamos. Era la primera vez que percibíamos
un signo de vida proveniente de la casa de la vieja de la ventana y ese llanto,
era el último sonido que hubiéramos imaginado escuchar.
-Voy a ver qué
pasa- dije impulsivamente y vistiéndome a la carrera, salí a la calle.
Era invierno y el
viento soplaba con fuerza, como lo hace siempre en mi ciudad.
Salí con poco
abrigo y las gélidas ráfagas calaron las ropas hasta mis huesos que en esa
época, eran muchos y a flor de piel.
El barrio estaba
desierto (no recuerdo la hora exactamente).
Me acerqué a la ventana intentando descubrir algo dentro de aquel
cuarto. Solo encontré oscuridad y aquel llanto amargo que seguía apretándome el
pecho. Busqué auxilio tomando una bocanada de aquel aire frío.
Pensé: ¿qué hacer?.
Nunca había golpeado a aquella puerta; es más, seguramente nunca había querido
golpear en ella, pero algo dentro de mí me impulsó a hacerlo.
Y fue justo
cuando tomé el llamador de bronce, verde por el orín, para romper el silencio,
que la puerta se abrió sin esfuerzo y me enfrentó a la negritud de un pasillo
que apenas se entreveía a la luz amarillenta de los focos de mercurio de la
calle. Adentro, la nada. Aunque bien
sabía que ella estaba allí, en algún rincón, sollozando quedamente.
Y sentí miedo.
Mis piernas comenzaron a temblar, el corazón redobló sus latidos y la razón me ordenaba abandonar esa absurda situación.
Estuve ahí parado
por lo que a mí me parecieron horas; solo con el temor, enfrentado a la difícil
disyuntiva de huir o intentar avanzar por aquel escenario inundado de pena que
se abría ante mis ojos.
Fue entonces que
una cachetada de vapor húmero, de una humedad rancia y antigua, me sacó de ese
estado y volví al presente.
Subí los
escalones que separaban la puerta de la vereda y comencé a caminar por el
oscuro pasillo. Me detuve un instante frente a la habitación que daba a la
calle pero no era de allí que provenían los sollozos. Continué, caminando muy
despacio.
-¡Hola!, ¡soy el
vecino de al lado!, ¿está usted bien?.
La única
respuesta que tuve fue el eco de mi voz rebotando en la casa vacía y ese
llanto, ahora lento y ahogado que se iba apagando pero no encontraba su fin.
Avancé hasta
desembocar en un patio interior, y la vi.
Sentada en una
vieja silla, tenía apoyados sus brazos sobre una pequeña mesa, abatida su
cabeza en ese refugio.
El ambiente
estaba teñido por la luz pálida y mortecina de una luna llena que se asomaba lejana
a través de la claraboya sucia y destartalada.
-¿Está usted
bien?. Me llamo Manuel...disculpe que
entré de esta manera pero…- se terminaron mis exclusas.
La vieja levantó
lentamente su cabeza y me miró con unos ojos extraños vacíos y secos. Me
estremecí pero no pude moverme ni articular palabra.
-¿Tú nunca me
viste, verdad?- me preguntó con una voz amarga y con acento gallego.
-No…bueno, solo…
-Sí, solo me
veías asomarme a la ventana. Pensarías que curioseando. Pero yo te estaba
esperando, Manuel; siempre te esperé.
No contesté, no
sabía qué decir.
-Pero no era
curiosidad lo que me llevaba a estar allí día y noche. Tengo una historia para
contarte, y llegó el momento de hacerlo.
“Me llamo Pilar, nací en un caserío en las afueras de Vigo, en Galicia. Como muchos gallegos llegué a estas tierras en busca de una vida mejor; un lugar para vivir en paz, trabajar y sobretodo, para tener un plato de comida cada día. Llegué embarazada de mi hijo que se llamaba Manuel.
Estuve muchos
años empleada en una casa de familia. Hacía de todo: limpiaba, cocinaba, criaba
a los niños y junto a ellos, a ti. No era mucho lo que ganaba pero alcanzaba
para vivir.
Fuiste creciendo
hasta que te convertiste en un hombre y tomaste tu camino.
Yo seguí sola; no
quería repetir mi vieja historia y me las apañaba como podía.
Un día me
visitaste y me dijiste:
- Madre, le he
comprado una casa para que no tenga que vivir de prestado nunca más. Me voy a
trabajar en un barco, ¡se gana muy bien y voy a conocer muchos lugares!. Se
llama “Galicia”, ¿se da cuenta, madre?, igual que nuestra tierra. Ya la vendré
a visitar.
Cierto día, leí
en las noticias acerca de un accidente ocurrido muy lejos de aquí: el barco
“Galicia” había naufragado. No había sobrevivientes.
No lo creí; mi
hijo siempre cumplía sus promesas.
Te esperé cada hora
asomada a la ventana, pero nunca volviste. Tenía la esperanza de que en algún
momento pasarías por mi casa y voltearías tu rostro para saludarme con aquella
hermosa sonrisa.
Y hoy te vi.
Paseabas distraído con tu boina y un cigarrillo en tus labios, de aquellos que
te gustaban, baratos y malolientes. Al pasar por mi ventana, me miraste, te detuviste
un instante y sin dejar de sonreír, reanudaste tu camino. Transparente entre la
gente, atravesando el tiempo hasta que desapareciste, no sé por dónde.
Entendí entonces
que ya había terminado mi espera y comencé a llorar porque caí en la cuenta de que
nunca íbamos a volver a estar juntos.
Esta herida del
alma nunca pudo cerrar, solo la oculté lo más hondo que pude, pero acá estás,
seguro a decirme lo que ya sé: “vamos por caminos diferentes.”
Doña Pilar se calló y otra vez se perdió en la oscuridad.
Sobre la mesa había un recorte de diario amarillento: “La comunidad gallega del Uruguay, saluda a Doña Pilar González, por motivo del fallecimiento de su hijo, Manuel, ocurrida el día 2 enero de 1960 a bordo del vapor Galicia. Q.E.P.D.”
Era el día en que
yo nací.
Cuando levanté mi
cabeza, solo encontré una silla vacía y el silencio.
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