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LA FOTO

LA FOTO


Cayó a mis pies como una hoja desprendida de algún árbol de recuerdos. Suspendida en el  otoño implacable que tozudo, pasa por nosotros una y otra vez.

Una fotografía, sepia, triste y abandonada, que a pesar de ese salto al vacío, conservaba el brillo del instante irrecuperable (por ser parte del pasado), de aquellas personas.

Y allí estaba, junto a un contenedor de deshechos, resistiendo su destino; prendiéndose obstinada a la baldosa gris con todas sus fuerzas enfrentando al viento que intentaba porfiadamente vencer su resistencia. Ella sabía que si su enemigo lograba levantar un vértice, solo uno, estaría perdida.

La miré desde arriba y atraído por su fragilidad, me incliné para tomarla. Pero detuve la mano a pocos centímetros y dudé, y al final, casi rozando su acerada superficie, elegí no profanar la voluntad de quien se hubiese despojado así, de sus recuerdos.

Desde el papel desolado, me miraban serios y ajenos a su destino, los personajes de una escena antigua. Los rasgos de sus rostros delataban el origen italiano de alguno de ellos: barbas cuidadas, ojos claros en muchos, caras serias y enjutas. Parecían no estar muy dispuestos a posar.

Me detuve un instante en cada uno. Sus miradas penetrantes me atrajeron a ese lugar desconocido para mí y perdí, por un momento, conexión con el presente transportándome en el tiempo.

Bajo la perspectiva ideal que me daba el no estar realmente allí, me moví libremente por aquel patio. Aunque sin saber cómo, la escena fue cambiando, tomando la forma de una foto familiar; una foto que atesoro junto a otras tantas en una caja de mi cuarto.

En el centro destacaba un matrimonio de edad indescifrable; sin duda los “nonos”, mis bisabuelos (a quienes no conocí). Ella, Abuela Andrea, tenía sus manos artificialmente abandonadas a los lados de su cuerpo. Su piel arrugada, denotaba muchos años de esfuerzo y trabajo duro. Parecía pensar en cómo recuperar el tiempo perdido en esas “modernidades”. Un día de fiesta familiar le requería mucha tarea y ella seguramente, deseaba que todo saliera bien.

Su esposo, el Abuelo Juan sin embargo, parecía disfrutar, en alguna medida, de lo que estaba aconteciendo. La cabeza un poco ladeada hacia su esposa, sus manos apoyadas en las rodillas sobre un humilde pero impecable pantalón, lo mostraban serio pero amable a la vez.

A su derecha una mujer corpulenta, sostenía en sus brazos a un pequeño bebé y mantenía muy cerca a otro niño vestido de marinero. Tal parecía, por la seriedad extrema que mostraba, que esta situación la incomodaba. Desde mi lugar, podía ver que los niños no se quedaban quietos y el fotógrafo, una y otra vez, les requería estarse más tranquilos: “¡Es que la fotografía saldrá movida, por favor!”.

Seguí caminando entre ellos con tanto asombro que sin darme cuenta llegué detrás de mis abuelos maternos: Ana y Adhemar. No podía creer lo elegantes que estaban. Él enfundado en un traje claro (moderno para la época) y una rigurosa corbata perfectamente ubicada sobre la camisa blanca y ella, con un vestido precioso con mangas y cuello trabajado en una tela blanca que le daba una presencia que destacaba del resto.

Quedé unos instantes embobado mirándolos, escuchando sus comentarios en susurros, y sus miradas de jóvenes enamorados. Aún no habían nacido mi madre ni mis tíos, era el origen de los orígenes familiares. Mis abuelos enamorados; mis abuelos seguramente repletos de sueños y proyectos y yo mirándolos tan cerca entendiendo porqué sentí su amor, siempre.

Pasados los minutos, todo el grupo comenzó a incomodarse. Las sonrisas (algunas forzadas), comenzaban a trocarse en muecas de fastidio; los pies se dormían dentro de los zapatos de domingo y la cercanía de aquel primo no tan apreciado, se volvía molesta.

El niño vestido de marinero, le pedía a su madre para ir al baño.

Desde la cocina económica llegaba el aroma del estofado de la “nona”, despertando secreciones y ruidos en los estómagos que ya imaginaba los “ravioli fatto in casa” de verdura y queso parmesano, regados con el vino casero de siempre.

La mesa grande del comedor y otra más pequeña de la cocina, ya estaban bajo la sombra de los nogales, adornadas sobriamente con el mejor mantel y pobladas por los vasos y platos variopintos sobrevivientes de incalculables combates culinarios.

Las mejores sillas ubicadas en una de las cabeceras para los “nonos” y dos bancos largos de madera ubicados a los lados para acomodar al resto.

Ya vendría el momento de compartir las historias a viva voz, entreverando temas nunca terminados, cruzando fronteras con discusiones eternas; de aflojar las corbatas que atenazaban los cuellos, de cambiar la ropa a los niños para que pudieran correr por la quinta, de volver al batón y a las alpargatas.

Ya llegaría la fuente humeante con los “ravioli”, la damajuana  con canasto de mimbre conteniendo el vino casero que para los invitados ajenos, sería “el mejor vino que hemos probado, lo felicito don Juan”.

Un domingo especial. El domingo de la foto familiar. Esta foto que tengo entre mis manos ahora y que me habla y emociona. Es que creo, como algunos pueblos ancestrales, que las fotos llevan un poquito del alma de quien está en ellas.

Por fin, se logró el disparo que perpetuaría a la familia. Claro, no todos quedarían conformes. Pero ya estaba hecho; un instante de gestos y poses. Quizás, su imagen real.

El flash de magnesio me devolvió a la realidad y otra vez estaba mirando aquella foto a punto de levantar vuelo.

¿Quién dejó tirado en la vereda un trozo de su historia?, ¿cuál de aquellas personas lo ligaban a su vida?, ¿qué lo llevó a desprenderse de un trozo de sus recuerdos, de sus raíces?

No pude responder ninguna de estas preguntas y mientras pensaba qué debía hacer, el viento aumentó la apuesta y aquel papel voló y se convirtió en un pájaro inanimado cargado de historias que llegaría quien sabe cuándo, a algún lugar.

Y me dije que quizás, en una de esas vueltas raras que tiene la vida, fuera a caer, ¿por qué no?, justo a los pies de quien los pudiera entender y si era del caso, perdonar, para así, aunque más no fuera, recuperar ese trozo del recuerdo.

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