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EL RELOJ


EL RELOJ



Una circunferencia repleta de tiempo; llena de pequeños trozos de vida que se aferran infructuosamente para no ser arrastrados por las agujas que pasan una y otra vez porfiadamente.
El reloj siempre avanza. Aún en las pocas veces que queda sin aliento y se detiene, alguien recupera el trayecto perdido y lo pone a andar otra vez.

Es que el tiempo es un trazo redondo, sin límites; como los engranajes que invisibles le dan vida.
Testigo de nuestro paso por el mundo, el artilugio nos trae al presente mostrando el pasado, ganado o perdido y nos muestra desvergonzado lo que falta para llegar a ese momento desconocido que es el futuro.
Un instante, una mirada fugaz que ya es ayer cuando logramos ser conscientes del ahora. Y el latido de nuestro corazón se acompasa al tic-tac sin darse cuenta e increíblemente nos hacemos esclavos de una máquina que nos domina sin palabras ni violencia; solo un par de agujas que avanzan recorriendo el mapa de doce continentes una y otra vez.

Al pasar la mitad de los años que espero vivir (esperanza sin fundamento alguno), me pregunto a quién se le ocurrió medir el tiempo, esa idea intangible e inasible. Tan etérea y efímera como la sintamos; tan cercana o lejana como la creamos.

Un día en nuestra casa paterna, llegó un reloj.

Con curiosidad busqué el mejor lugar en aquel diminuto comedor, al lado de la vieja heladera, para presenciar el momento en que mi madre lo sacaba de su caja. Una caja tan lisa e insípida que me pareció imposible que allí dentro habitara algo que midiera el tiempo.
Arrimé como pude uno de los dos taburetes que prestaban sus servicios de asiento y escalera y monté en él.
La luz amarillenta siempre encendida, nos distanciaba del día y la noche en aquel rincón de la casa a donde nunca llegaba el sol.
No sabía qué hora era, pero pronto lo sabría, porque desde aquel cascarón de cartón, comenzaba a emerger el nuevo reloj.
Pero, ¿dónde estaban los detalles elegantes y la noble madera?, ¿en qué lugar habían quedado olvidadas las agujas caladas y los números altivos y honrosos que merecen contener el tiempo?.
Nada de eso era lo que mis ojos veían.
Solo un círculo blanco rodeado de un aro rojo y unas finas agujas (que más parecían de tejer que otra cosa) señalando las 12 de quien sabe qué día, en cifras robadas de un abecedario escolar pasado de moda, sin gracia ni vida.
Me sentí decepcionado y volví a mis cosas pensando que a veces, no es buena idea adelantarse en el tiempo e imaginar momentos que después no son lo que pensamos.

Por fin el reloj fue ubicado en la pared de la pequeña habitación y otra decepción me alcanzó al comprobar que no latía el pulso del tic-tac sino que un motor interior que emitía un zumbido constante y monótono…aburrido, sin vida.
Tampoco sus agujas saltaban de minuto en minuto permitiendo una pausa, una mínima detención del ahora, sino que avanzaban constantes, barriendo el tiempo sin descanso.
En la noche, el nuevo sonido llegado a casa, no permitía adivinar segundos ni minutos, y eso me ponía nervioso, hasta que al fin, como siempre sucede, mi inconsciente lo bloqueó y dejó de existir.

Nunca quise ese reloj.

Por las mañanas evitaba mirarlo. Prefería asomarme al cuarto de mis padres para espiar al viejo despertador que mantenía, a pesar de sus años, la dignidad de su latido y su puntualidad.
Disfrutaba (no voy a negarlo), cuando a causa de los apagones habituales de esa época, ese habitante ignorado del comedor quedaba tieso, sin ningún recurso para seguir su aburrido camino y a la espera de que alguien, quizás algunos días después, se acordara de él.

No fue el último reloj que hubo en mi vida, por suerte.

Aquel reloj rojo, ya no funciona más y por suerte en el silencio de la noche escucho el tic-tac del corazón de quienes quiero. Y se parecen mucho a aquel viejo y destartalado despertador que dejaba oír su eco metálico luego de que religiosamente, cada noche, a la misma hora, mi padre giraba la manecilla plateada que lo revivía para emprender con nuevo entusiasmo, otras veinticuatro horas de trabajo circular.


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