PERICO O UN MILAGRO DE
NAVIDAD
Paré la oreja.
En la habitación de arriba murmuraban algo. No entendía bien de qué se
trataba pero sentía que me involucraba.
Algunos retazos de frases llegaban a través del piso de madera y se colaban
por las rendijas que se divisaban gracias a la amarillenta luz del candil que
ardía trémulo sobre la mesa donde la pareja conversaba.
-Hay que salir temprano.
-Sí, el camino no es muy largo pero en tu estado vamos a tener que ir
despacio.
-No te olvides de…(la voz se perdió entre el ruido del cucharón raspando el
fondo de la olla).
Dejé de mirar hacia arriba. Tenía el cuello corto y realmente lo que más
deseaba era irme a dormir.
Por un momento solo oí el sonido de las cucharas hundiéndose en los platos
rústicos, en busca de los últimos restos de comida.
-Que sea lo que Dios quiera.
-Así es; que Dios nos acompañe.
Luego el silencio se adueñó de aquella humilde casa mientras un viento
suave movía a su gusto las esteras de las ventanas.
Despertamos todos antes del amanecer.
Sacudí el resto de pereza que aún se resistía a dejar mis huesos y me asomé
a la puerta. El aire fresco terminó de despertarme. En estas tierras siempre es
bueno partir temprano.
Salimos al camino los tres en silencio, cada cual con sus pensamientos.
Con las primeras luces, el camino se llenó de gente que iba y venía.
Nosotros mantuvimos el paso para no perder el ritmo y distraer el esfuerzo
que empezaba a hacer mella. Queríamos llegar antes del anochecer.
Cuando el cielo se pintó de rojo y desaparecieron las sombras que
proyectaban nuestros cuerpos en el suelo, divisamos las primeras casas de la
pequeña ciudad
Nos detuvimos un instante para dar gracias a Dios por su compañía y
escuchamos su respuesta en el canto de unos pájaros que volvían a refugiarse en
sus nidos.
-Vamos a buscar una posada- dijo él.
-Sí, estoy muy cansada- contestó ella.
Yo solo asentí con la cabeza.
Al final de una calle descubrimos una casa donde un cartel decía: “Posada
del peregrino”. Enfilamos hacia allí y golpeamos la puerta. Alguien que no
logré distinguir, nos dijo con sequedad: “ya no hay lugar”.
Seguimos a paso lento hasta arribar a otra posada cuyo letrero rezaba: “El
descanso del viajero”. Con entusiasmo, él golpeó el portón y nuevamente nos
contestaron: “no tenemos más lugar”.
La noche se cerró sobre nosotros; teníamos hambre y estábamos muy cansados.
Ella estaba encinta, aunque de su boca no salía queja alguna, su rostro
mostraba preocupación.
Luego de recorrer varias posadas y hostales donde no nos daban acogida,
decidimos alejarnos del poblado para pedir en alguna casa de las afueras, un
lugar para dormir.
Al llegar a la entrada de una casa vieja y deslucida por el paso del
tiempo, él golpeó sus manos.
Segundos después una aldeana en ropa de trabajo y secándose las manos en su
delantal, nos saludó: “¡Shalom aleichem!”, que en hebreo
significa “la paz sea con ustedes”.
Al verla a ella con su barriga a cuestas, nos invitó de inmediato a pasar a
su casa (yo quedé afuera cuidando nuestras pocas pertenencias) agasajándonos
con agua fresca y pan recién horneado.
-No tengo lugar para que duerman en casa porque somos muchos, pero si no se
ofenden, podemos arreglar un lugar en el establo para que pasen la noche.
-Le agradecemos mucho, señora, su gesto y generosidad. El Señor se lo
devolverá con creces.
El establo era grande y bien cuidado.
En un rincón, unos fardos de paja formaron las camas y en pocos minutos el
silencio, solo roto por nuestra respiración y la de los animales que allí
habitaban, se adueñó del lugar.
Un rayo de luna se filtraba por un pequeño agujero en el tejado, iluminándola
a ella con suavidad y proyectando su sombra gris y redonda, sobre la pared de
madera.
En medio de la madrugada, me desperté por los gritos. Había llegado el
momento. La dueña de casa de mangas recogidas, retazos de tela y un balde de
agua tibia, asistía el nacimiento.
Él observaba nervioso sosteniendo la mano de su esposa.
-¡Ahí viene, un esfuerzo más, ya casi veo su cabecita!.
Un grito de dolor y alivio, coincidió con una gran luz que se adueñó de
todo el establo. Por un momento quedé encandilado y al mismo tiempo, una sensación
de paz como nunca había sentido, me decía que algo muy importante estaba
pasando.
La improvisada partera sostenía en sus brazos al niño recién nacido. Sus
ojos marrones y su piel cetrina aún brillante, reflejaban la luz que todo lo
iluminaba.
-¿Cómo se llamará el bebé?.
-Jesús-susurró ella.
-Jesús, el Salvador- repitió él, más bajo.
Distraidamente la dueña de casa me miró y abriendo sus ojos con asombro, exclamó: -¡Pero si ya ocurrió el primer
milagro!, ¡el asno está llorando!.
María giró su cabeza hacia mí y sonriendo suavemente dijo mi nombre: -
Perico…
De inmediato se hundió en un sueño profundo, segura de que su niño estaba a
su lado prendido con la pequeña manito a su dedo meñique. José, lloraba sonriente.
Y comprendí que el mejor regalo de Navidad, es una sonrisa.
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