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LA ÚLTIMA VENTANA


LA ÚLTIMA VENTANA


Me hipnotizaba el mundo que descubren los rayos de sol que se filtran por los resquicios de la persiana que cubre mi ventana. Un universo antes invisible donde de pronto cobran vida miles de puntitos indefinidos, preocupados por llegar sin rumbo, a ningún lado.
Un mundo extraño formado por motas de polvo que siempre están a pesar de los esfuerzos de mi madre por mantener todo limpio. Restos de hollín originado en la avenida que pasa a pocos metros de casa y harina que vuela y se escapa del molino de enfrente.

Mi casa, la casa de mis padres, tiene una sola ventana.
Desde que tengo memoria está allí.

Esa última ventana de una fila que asciende hacia el cielo en el viejo edificio, se convertía en un refugio secreto, un lugar desde donde dominaba al mundo. Era mi puesto de vigía oteando el horizonte de treinta metros de asfalto y baldosas gastadas.
Detrás de la persiana baja, veía pasar la gente y oía sus voces. Me dejaban fragmentos de frases descolgadas que después convertía en historias.
El mundo iba y venía y se movía con lentitud. Es que cuando somos niños el tiempo va más despacio.

Pero había días especiales que intentaba no dejar pasar, durante los que a pesar de los deberes y tareas que mi madre me encomendaba, me proponía correr para estar en mi puesto en el momento justo.
Esos días llegaban cada vez que en el molino de enfrente estacionaba el camión con su caja vacía.
Los obreros formaban un carrusel sin fin. Salían en fila como hormigas por una puerta pequeña llevando sobre sus hombros aquellas bolsas que se me antojaban muy pesadas. Blancas sus caras y blancos sus brazos y manos por la harina que se escapaba volando libre a otros destinos, impulsada por el viento siempre presente en el barrio. Dejaban su carga en la cinta que subía hasta la caja del camión poco a poco, muy despacio. Como en religiosa procesión, las conducía sin remedio al borde de un precipicio que terminaba en las manos de otro obrero que las acomodaba con metódica prolijidad. Una a una.
El movimiento sin pausa de aquella escena uniforme y repetitiva que cada tanto se detenía para dar un respiro a sus actores, funcionaba para mí, como un narcótico.
Durante el descanso, los rostros enharinados se volvían casi cómicos cuando, detrás del inevitable maquillaje surgían risas y unos ojos que se abrían exageradamente queriendo despejar el cansancio, rojos por el esfuerzo y la irritación.
Mientras los hombres se relajaban entre comentarios y bromas, él se separaba del resto, armando su cigarrillo con parsimonia y descuido, apoyado a la pared.
No hablaba con los demás. Solo miraba hacia mi ventana.
Instintivamente me separaba de la persiana con cuidado para evitar cualquier indicio de mi presencia, sin poder despegar mis ojos de los suyos.
Trabajaba en silencio, sin quejas, concentrado en sus propios pensamientos.
Aunque, como me pareció sentir algunas veces, sus ojos giraban cada tanto y por un instante, se posaban otra vez en mi ventana.

Ese miércoles de junio, la noche se extendió más de lo normal a causa de un cielo de tormenta que trajo la lluvia sobre la ciudad que despertaba.
Entre rezongos y relámpagos, me levanté como siempre para preparar mi viaje a la escuela.
Aunque estos días grises a muchos los empuja a la melancolía e incluso a la tristeza, en mí causaban expectación y asombro. Me resultaba nuevo y mágico el mundo bajo esa luz espectral, durante las horas donde se supone, debe reinar el sol.
Todo adquiere un tono surrealista, extraño. Las cosas más comunes cobran una nueva apariencia, como si pudiéramos descubrir en ellas la presencia de un alma aunque no la tengan.
Me asomaba a la ventana para mirar el nuevo paisaje de veredas mojadas, corrientes de pequeños ríos que bajaban por la calle que ya no era calle sino cauce y detrás de la cortina tenue de la lluvia, la imagen gris, desolada pero raramente viva, del viejo molino.
Ese día la tormenta se anunciaba retumbando entre los edificios con truenos y relámpagos. Los vidrios de las ventanas temblaban y la luz azul e intermitente que llegaba desde algún lado del cielo, iluminaba al barrio descubriendo por segundos, trozos de paisaje sin orden ni tiempo.
Algún transeúnte corría intentando esquivar la trampa de las inevitables baldosas flojas.
Me quedaban  cinco minutos para disfrutar de ese mundo antes de que mi madre me llamara para irnos.
Nada se movía en el molino. Sus luces estaban apagadas aún, durmiendo en silencio como dando lugar al sonido de las gotas que caían sobre su techo de zinc.
Hasta que un relámpago me mostró por un segundo su rostro en una de las ventanas del último piso. Un rostro de ojos rojos y cara blanca, fumando y mirándome fijo; sus ojos puestos en los míos
Parpadeé rápido y miré de nuevo, pero solo estaba el molino que aparecía y desaparecía al ritmo de los relámpagos.
Un enorme trueno me volvió a la realidad.
Nervioso en la escuela, conté mi historia a mis amigos.
-¡Te estás volviendo loco!, me dijo Wilson; -¿no será un fantasma?, preguntó bromeando Enrique.
-¡Les juro que lo vi, estaba en la ventana!, me defendí.
La tormenta fue amainando y al salir de clase ya se podía ver algún hueco en el cielo donde entre las nubes en retirada, un celeste muy pálido quería asomar.

Esa noche me costó mucho conciliar el sueño.
Nuestro dormitorio era en realidad, el living de la casa, por eso dormíamos en sillones que se convertían en cama.
Desde mi lugar se alcanzaba a ver la puerta que llevaba a un pequeño patio interior.
Por fin, el sueño me venció pero incomodándome con imágenes borrosas que se movían y me llevaban por lugares desconocidos.
En medio de esa duerme-vela, me pareció oler a humo de cigarro. Mi padre estaba durmiendo; él no podía ser.
El humo parecía venir desde el patio y hacia allí moví mi cabeza y al instante di un salto en mi cama: ¡los ojos rojos del hombre del molino, me miraban por entre las rendijas de la cortina!.
Quise gritar pero fue inútil. Parecía que un par de manos me apretaban el cuello y me impedían incluso moverme.
Mis ojos quedaron presos de aquellos donde percibía una sonrisa irónica.
Pasaron segundos eternos como horas hasta que por fin aquellas brasas se apagaron.
Al día siguiente no conté nada, no quería que me tomaran por cobarde.

Llegaron luego algunas semanas en las que poco a poco, fui olvidando esos encuentros inquietantes y los días volvieron a su rutina.
Hasta que llegó aquella madrugada de agosto.
Sin entender nada despertamos a causa de gritos y golpes en la puerta de casa: “¡se está incendiando el molino!, ¡hay que salir a la calle!”.
Instintivamente corrí hacia la ventana y quedé perplejo a mitad de camino a la vista del resplandor naranja que se colaba por la cortina.
Casi con lo puesto y un manta sobre los hombros, nos encontramos de repente a la intemperie, sobre la calle repleta de caras conocidas, en medio de una escena casi cómica entre piyamas, saltos de cama y zapatillas de felpa.
En nuestros ojos se reflejaban las llamas que salían por las ventanas como brazos desesperados queriendo huir de su propio infierno.
Horas después, con las primeras luces del día, un humo claro se escapaba lentamente hacia el alba, mientras todos volvíamos cansados y tristes a nuestras casas.
No sé por qué, pero antes de entrar giré la cabeza; alguien sin voz, me llamaba.
Y lo vi, juro que lo vi, escapándose por la última ventana entre el hollín y perdiéndose detrás del resplandor del sol.
Lo vi claramente: ya no sonreía y el rojo de sus ojos era ahora ceniza sin futuro. Pero algo echaba de menos en su rostro, algo que lo volvía incompleto.
Por fin me di cuenta: ya no llevaba su eterno cigarrillo pendiendo de sus labios.
Tiempo después, un informe indicó que la causa probable del incendio había sido una colilla de cigarro encendida en el último piso del molino, inexplicablemente encontrada dentro de un depósito destinado a almacenar bolsas vacías; un lugar que no se usaba desde hacía mucho tiempo.

Pregunté muchas veces por él a mucha gente; nadie lo había visto jamás.

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