EL TABLADO
Una tarde de febrero, de esas en
que la noche se va a tomar el fresco a orillas del río y demora en llegar, el
viejo volviendo del trabajo nos decía: “¿vamos al tablado?”.
Sabía la respuesta desde mucho
antes de formular la pregunta, lo delataba la sonrisa pícara que se dibujaba en
su rostro, generalmente serio.
Mamá movía la cabeza con una
mueca alegre sabiendo que en realidad era él el que quería ir.
Todos nos arreglábamos lo más
rápido que podíamos. Nos lavábamos la cara y las manos, íbamos al baño porque
era mejor que no te diera ganas después y te vieras obligado a correr a
ocultarte atrás del plátano más alejado de la puerta de entrada.
Mamá mientras tanto, preparaba
algún refuerzo para achicar el gasto, se acomodaba el peinado casi inexistente
de tanta tarea y se vestía “para salir”. Y así, los cuatro, pisábamos la calle
Asunción rumbo al tablado que quedaba como a diez cuadras.
Cuando tomábamos Piedra Alta, en
lo alto del repecho donde cruzaba la calle Cerro Largo, divisábamos el resplandor
de las bombitas abriéndose paso entre la niebla espesa del humo de los
medio-tanques cargados de chorizos de dudosa procedencia y que gota a gota
transpiraban sus almas para subir al cielo convertidas en humo. El humo espeso
y oloroso que nos impregna la ropa y la piel. El que nos iguala y une a ese
misterio de vivir acá, en este lugar del mundo.
Adentro, los tablones apoyados en
cajones de cerveza, aquellos de madera que duraban cien años, aparecían como un
pentagrama de líneas paralelas e infinitas donde la gente buscaba su lugar como
si fueran notas de una melodía errática.
En medio del escándalo que
producía el conductor cantando el bingo, nos sentábamos lo más al medio posible
porque desde allí, decía el viejo, se veía mejor.
De repente, un murmullo comenzaba
a crecer. Mil voces repetían bajito: “¡llegó la murga!” y como un reflejo
girábamos la cabeza hacia la entrada.
La lona del camión se divisaba en
la esquina y de a poco, entre la gente, descubríamos a los murguistas que se
movían rodeados de chiquilines y bajo la mirada de todo el tablado.
Gigantes de rostros inciertos
detrás de trazos desparejos pintados sobre un fondo blanco ocultando alegrías y
dolores, muecas de cansancio camufladas de sonrisas, rastros de un día de
trabajo.
Algunos brillaban sorpresivamente
y se apagaban como bichitos de luz diminutos.
Los murguistas; los héroes
esperados.
El tablado se iba cubriendo de
silencio poco a poco y nuestros ojos miraban el escenario poblado de esos seres
ahora lejanos que nos habían rozado con sus trajes hace tan solo unos minutos.
Y por fin, la noche se transformaba y todos, ellos y nosotros emprendíamos un
viaje de risa y emociones. No existía en esos minutos, otra cosa que ese nuevo
mundo.
Bajo las estrellas del barrio, el
tiempo se detenía y manteníamos la respiración mientras el director daba el
tono esperando el momento en que las voces alumbraran con la clarinada.
Voces que sacudían el polvo de la
quietud y penetraban fuertes y aturdidoras en nuestros oídos: la murga llegó.
Hasta que al fin, el solista con
su gorro en la mano, entonaba, mirando a la luna, el comienzo de la retirada. Y
no importaba mucho si su voz daba justo en las notas elegidas, sabíamos que esa
historia comenzaba su final.
Con los ecos de la batería dando
vueltas en nuestros oídos, regresábamos a casa por las calles en penumbras e
íbamos mi hermano y yo, tarareando la bajada, correteando las sombras de la
medianoche. Y al fin, con la cabeza en la almohada y cobijados por el beso
tibio de mamá y sus buenas noches, nos preparábamos para recorrer las calles de
Montevideo con los pies colgando de la caja de un camión.
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