MIS ABUELOS PATERNOS
EL ABUELO PURO
La parquedad de su presencia
quizás hacía presumir un espíritu lejano y ausente.
No sé si fueron los años, más de
veinte, que viví a su lado (mi familia habitaba en el mismo edificio que mis
abuelos paternos) los que me acercaron a su persona y me ayudaron a descifrar
algunos de sus gestos ocultos.
El abuelo Puro tenía su rutina que
incluía, sugerir el menú del día a la abuela y pasar por nuestra casa a
preguntar qué necesitábamos de la panadería, ya que infaltablemente cumplía ese
ritual a la misma hora sin importar la lluvia o el sol.
Algunas veces, no lo sé con
certeza pero lo imagino, hacía una parada en el bar para cruzar algunas pocas
palabras con los parroquianos.
Fiel a su tiempo, vestía
impecable con su camisa y su corbata (la que ajustaba con un perfecto nudo a su
cuello) y muchas veces, su sombrero de ala protegía su calvicie.
Lo recuerdo caminando mansamente
por las veredas del barrio, deteniéndose a saludar a algún vecino y observando
callado, el tiempo que transcurría a su alrededor.
De andar lento y un poco chueco,
recorría las mañanas con su “chismosa” en la mano y volvía con el encargo a
casa donde mamá saldaba la cuenta y lo despedía con un “hasta luego, don Puro;
y gracias”.
Porque siempre fue así, nunca me
extrañó su trabajo de sereno, a contrapelo del resto de los trabajos.
Cada tardecita cruzaba la calle
Asunción para tomar posición en su puesto en aquel viejo molino harinero que
quedaba justo, enfrente de nuestras casas.
De tanto en tanto y sobre todo en
verano, se sentaba en el escalón que separaba la puerta de las oficinas de la
vereda y miraba jugar a los gurises en aquellos atardeceres del barrio de la
Aguada.
Los miraba, pero parecía que sus
pensamientos estaban en otros lares indefinibles que nunca conoceremos.
Siempre supuse y casi puedo
asegurarlo, que el viejo molino albergaba fantasmas y que el abuelo conversaba
con ellos. Extrañas presencias que se perdían por blancas, en el blanco de la
harina y que prendían luces y hacían aullar sin sentido a los perros del barrio
en las madrugadas.
En los dos años que vivimos con
él, Carmen y yo disfrutamos cada día de su presencia.
Respetuoso de nuestra condición
de recién casados, siempre nos daba un lugar para opinar y hacer.
Tuvimos muchos momentos de
conversaciones cotidianas donde descubrí, veinte años después, otro lado del
abuelo.
Comentarios del barrio, recetas,
alguna que otra historia vieja, fueron quedando guardados en nuestros
corazones.
De dónde vino, cómo era su vida
antes de ser mi abuelo, no lo sé y nunca fue importante para mí saberlo, porque
lo verdaderamente importante fue tenerlo y llevarme para siempre la imagen de
su presencia en la cabecera de la mesa junto al infaltable vaso de vino
acompañando su silencio. Y sus ojos, buscando quien sabe qué, por detrás del
tiempo.
LA ABUELA LITA
-Tomá, es un regalo. Pero para
que la leas, ¿eh?.
Con aquella mirada pícara detrás
de sus lentes siempre limpios, la abuela Lita me regalaba mi primera Biblia.
Ella conocía mi militancia en la Iglesia en los años donde una parroquia se
volvía lugar de encuentro y reflexión y donde encontrábamos las calles por las
que transitar nuestra rebeldía e idealismo.
La abuela nos conocía bien y no
escondía su intención de protegernos y tenernos juntos.
Era para mí, como una especie de
hada madrina que invocaba a través de la banderola de la cocina cada vez que me
veía en aprietos. Y ella, mágicamente aparecía en la puerta de casa, con sus
golpecitos suaves preguntando por mí con cualquier excusa.
Combinaba una personalidad firme con
un humor que tenía cierta ironía. Creo que lo heredé en parte.
Su cocina resumía aromas
exquisitos. En particular llevo en la memoria viva de esos años, el sabor de
sus tucos donde descubría (lo supe años después) la fuerte presencia del
comino.
La comida a la hora justa y a
punto cada día aguardaba al abuelo.
En el reino de su casa, la
ventana del cuarto chico era el atalaya desde el que observaba al barrio
mientras tejía pensamientos en crochet.
En las largas mesas de las
fiestas, señoreaba con su presencia la reunión y defendía a ultranza el arte
tosco que nosotros sus nietos, intentábamos mostrar con canciones repetidas una
y otra vez, año tras año.
Ella nos divertía con alguna
ocurrencia y disfrutaba de vernos juntos.
Doña Lita era una buena vecina en
aquel edificio de familias que a su vez, formaban una gran familia. Conversaba
y se visitaba con las veteranas de aquel pequeño universo de cuatro pisos.
Algunos canarios y un cardenal,
poblaban el pequeño y alargado patio para hacerlo parecer un poquito a su
pueblo.
No sé a dónde fue a parar aquella
Biblia que la abuela me regaló y eso me entristece un poco, pero seguro que en
el lugar que se encuentre, llevará un poquito del espíritu de esa mujer que
siempre, estará a mi lado.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar