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MIS ABUELOS MATERNOS


MIS ABUELOS MATERNOS


EL ABUELO ADHEMAR
Un plato con cubitos de queso fresco, medio vaso de vino y una novela de Estefanía con historias lejanas de cowboys en sus manos. Acodado al fogón de la cocina, recalaba en ese puerto conocido, cada mediodía, el abuelo Adhemar con su sonrisa.

Una sonrisa que aparecía en su voz, en su andar y en sus ojos. Una sonrisa que era una forma de vivir, la actitud optimista y serena que nos regalaba cada vez que estábamos con él.

El abuelo Adhemar era un hombre con garbo, como dirían en las crónicas del 1900. No importaba si el traje que vestía había pasado por muchos inviernos o si su gorra había perdido su color original; él caminaba por el mundo con su porte de caballero.

Presto siempre a saludar a un vecino del pueblo o a preguntar por la salud o el trabajo de quien estuviera pasando un mal momento.

Intransigente con su diaria rutina, transitaba como en un ritual eterno, las mismas calles de balastro visitando las casas de sus hijos y de su hermana antes de llegar a su hogar.
Con frío, lluvia o calor, el abuelo llegaba saludando a los mayores y regalando un abrazo a sus nietos. Cada día, todo el año.
A veces, se arriesgaba a recibir un rezongo de la abuela por demorarse más de lo previsto, pero él espantaba los enojos silbando alguna vieja canción.

Uno de sus trabajos, lo tenía como encargado del cine del pueblo. Detrás del mostrador de la boletería, vendía entradas a la ilusión.
Compartí muchas matinées en la vieja sala saboreando pastillones de menta y chocolatines Águila, mientras la gran pantalla nos transportaba a mundos distantes y nos hacía parte de aventuras, batallas o duelos. Entrábamos de tarde y salíamos de noche.

Aún siento en mi memoria su palabra amable y recuerdo su preocupación por los problemas de los demás. Tenía una forma amorosa de dirigirse a nosotros, sentíamos de verdad su cariño y cercanía.
Él nos hacía sentirnos queridos, tenidos en cuenta.

Era el mediador, el que buscaba siempre el punto medio, la cercanía entre los miembros de la familia. Y no cejó nunca en su empeño.

Lo extraño, pero sobre todo extraño (cosas raras de la memoria) volar de pequeño por el aire alzado por sus brazos y recibiendo el brillo de su mirada alegre por vernos otra vez.


LA ABUELA ANA
Parecía bajada de un barco de emigrantes italianos.

Retacona, con su pelo un poco alborotado y unos ojos más celestes que cualquier cielo que pueda imaginar.

La abuela Ana transitaba los años vestida con su batón y un delantal donde secaba sus manos.

Su voz resonaba en la casa rezongando algunas veces a quien anduviera por ahí, dando un encargo, indicando como hacer algo o simplemente pidiendo que te movieras y salieras de su camino. Parecía estar siempre en movimiento.

Con mi mirada citadina, observaba con asombro y un poco de temor, como la abuela se las arreglaba para elegir, sacrificar, limpiar y cocinar las gallinas de su propio gallinero, transformando todo en un almuerzo sustancioso.

Era una tana sin serlo de nacimiento, pero estaba claro que sus padres habían dejado la huella de su tierra en su sangre.

Esperaba al abuelo Adhemar cada mediodía; a veces con un reproche por no llegar a la hora justa.

En algunas noches de Semana Santa cuando la casa quedaba habitada por mujeres y niños como resultado de las salidas al monte de los hombres, la abuela era el centro de aquella mesa que me parecía enorme donde todos nos sentábamos a jugar a la conga y al purrete.
Estábamos hasta la madrugada esperando la llegada del abuelo que salía tarde del cine.
Cuando la suerte estaba de nuestro lado, los más chicos, la abuela se quejaba: “¡no se puede jugar con chiquilines!”.

Durante las noches frías, nos arropaba con unos acolchados de lana apelmasada que salían de a montones de algún viejo ropero. Eran tan, pero tan pesados, que más que abrigar, aplastaban al frío.

Con los años, la abuela se fue apagando y de aquella mujer vigorosa y activa, fue quedando el recuerdo.

Como un tesoro, conservo una foto desenfocada y descolorida donde estoy con ella, abrazándola.
Mi cara de muchacho con 18 años junto a la suya surcada por los años y la enfermedad. 
Su sonrisa aparece de nuevo y sus ojos, más claros y gastados de tanto ver la vida, miran la cámara serenos.

Cada vez que mi nieto me gana en algún juego, me acuerdo de vos abuela, y te doy la razón: ¡con chiquilines no se puede jugar!.

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