LOS TITANES
¿Por qué un lugar tan chiquito al lado del mar se
llamaría “Los Titanes”?.
Quizás exista (aún no he dado con él) un relato
mitológico donde se cuente el origen de este pequeño paraíso.
Quizás algunos gigantes cansados de levantar cerros
con forma de panes de azúcar o ballenas, se detuvieron a descansar en esta
playa, parecida pero no igual a otras, a la vista de una isla árida y pequeña
que para ellos estaba al alcance de las manos.
Quizás, pienso, se quedaron dormidos mirando como
algunas toninas (nuestros delfines criollos) daban saltos en el mar buscando
algún ahogado para devolverlo a la orilla.
Sus calles angostas de pedregullo van limitando
manzanas rústicas pobladas de pinos y eucaliptus donde en aquel tiempo, hace
mucho, se perdían sencillas casas de veraneo levantadas en su mayoría por
trabajadores de clase media; aquella clase media de los 70.
Nuestros padres con mucho esfuerzo, habían cumplido
el sueño de “la casita de la playa”.
A poco más de una cuadra del mar, en un lugar donde
solo había un trillo (la calle llegó después) se levantó ese cuadradito de
bloques, revestido de “balé”, chiquito pero nuestro.
Un gran ventanal se abría hacia un bosque de pinos.
Cuando pasábamos algún fin de semana en otoño,
disfrutaba al sentir el olor de la pinocha húmeda por el rocío. Perfume agreste
pero delicado a la vez, y esa sensación de estar en un cielo de agujas dóciles
tan bondadosas que no pinchaban al pisarlas. El rumor del aire y la bruma; todo
era parte del silencio roto sorpresivamente por la caída de una piña que
predecía su final intentando aferrarse a alguna rama.
Y al cruzar el alambrado e internarnos en el
bosque, todo el universo se convertía en el escenario de un cuento. Había
incluso, una casita perdida entre los enormes pinos a la que nunca nos
atrevimos a acercarnos.
Me sentía un explorador revolviendo aquella
alfombra natural para descubrir decenas de bichitos bolita. Los tocaba solo
para ver cómo se transformaban en esferas diminutas y saltaba cuando fugaz, un
ciempiés cruzaba mi horizonte para cobijarse de la luz.
Y es que esos pinos gigantes de cima inalcanzable,
tenían vida. Se hamacaban haciendo crujir sus articulaciones sacudiéndose el
aburrimiento y secreteaban entre sí en un murmullo suave y cadencioso.
Aunque ajeno, era nuestro bosque de pinos. Por eso
esa noche, sufrí con él.
Teníamos invitados en casa: nuestros tíos de
Durazno con nuestros primos y un amigo de papá al que llamaban “el loco
Hernández”. Un personaje de aquellas épocas, siempre sonriente, amable y de voz
fuerte. Amigo de los buenos.
Un asadito se iba templando en el fogón improvisado
que había al lado del porche.
La gurisada dando vueltas por acá y por allá como
los hielos en los vasos de los mayores.
La noche estaba clara arriba pero sobre el
horizonte, hacia donde miraras, las luces de los relámpagos descubrían el
contorno de árboles, casas y dunas y al mar transformado en un plato sin
movimiento.
“Se viene el agua”, comentaban los grandes mientras
la brisa iba tomando fuerza trayendo olor a sal.
Cada tanto el trazo desparejo de un rayo se
dibujaba en la oscuridad rumbo a la playa.
Mamá y la tía ponían la mesa con nuestra ayuda un
poco torpe pero voluntariosa.
De pronto, un trueno hizo temblar el ventanal y las
puertas abiertas se cerraron de golpe; la tormenta estaba encima de nosotros.
La noche se volvió más negra y los puntitos brillantes de las estrellas se
fueron apagando.
Los pinos comenzaron a moverse peligrosamente y
todos corrimos a refugiarnos al comedor cuando se largó a llover a cántaros.
De a ratos quedábamos aislados del mundo cuando la
cortina de agua se descolgaba como si fuera algo sólido sobre la calle.
El bosque desaparecía por momentos aunque el ruido
de las ramas que caían quebradas a la fuerza por el brazo del viento, nos decía
que aún estaba ahí, resistiendo, en pleno combate.
Aferrado a la puerta “el loco Hernández” exclamaba
ante cada resplandor: “¡Santa Bárbara bendita!”.
En un rincón, uno de los primos nos miraba con ojos
enormes, abiertos al tope, mientras se aferraba a un bowl repleto de uvas que
iba comiendo mecánicamente una a una en medio de un trance.
“¡Hay que cerrar las ventanas!”, gritó papá y corrí
hacia el baño a asegurar la pequeña banderola que golpeaba alocada como queriéndose
aferrar ella sola al marco. Y al ponerme en puntas de pie, lo vi: el pequeño
eucaliptus que habíamos plantado hacía algunos meses en el fondo, justo al
límite del terreno, al lado de aquella base de bloques que nunca fue un
parrillero, aquel joven árbol, decía, se movía como en cámara lenta empujado
por el temporal hasta casi tocar el suelo con su cima.
Una seguidilla de relámpagos hizo que lo viera en
una secuencia de película de terror. Y fue tal la impresión que me dio, que
hasta el día de hoy lo recuerdo vívidamente.
Salté entonces y me colgué de la cadena que
aseguraba la banderola hasta que el “click” de la traba me indicó que nada más
tenía que hacer ahí.
Volví al comedor donde todos miraban para afuera de
reojo mientras el “loco Hernández” seguía aferrado a la puerta exclamando: “¡Santa
Bárbara bendita!”.
La mañana siguiente llegó más silenciosa que de
costumbre. No se oía el aleteo de las palomas ni sus arrullos, tampoco el canto
agudo de las ratoneras, horneros y gallinetas.
Cuando por fin abrimos la puerta, tampoco nosotros
hablamos.
Nuestro bosque de pinos estaba herido, como el
gigante golpeado por la piedra de David.
Decenas de pinos yacían sobre la alfombra de
pinocha, piñas y ramas, arrancados de raíz, sin más esperanza que en su agonía,
la savia dejara de fluir por su interior. Titanes caídos en una batalla
desigual.
Más allá, la casita misteriosa había recibido el
golpe de uno de esos gigantes.
Por fin, el sol se abrió paso entre las nubes que
corrían hacia otros destinos y brilló como si nada hubiera sucedido. Otro día,
otro paisaje y nuestro bosque que ya no era ni sería nunca más el mismo.
Hoy, otra tormenta vuelve más oscura la noche.
Un relámpago descubre rincones ocultos de mi casa y
un trueno hace temblar los vasos en el aparador y empujado por un reflejo, sin
pensarlo, me acerco a la puerta y digo en voz baja: “¡Santa Bárbara bendita!”.
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