LA SIESTA (Mario Ferreira)
La siesta se extendía interminable durante las tardes de verano en el
pueblo.
Afuera, el sol caía perpendicular sobre el balastro reflejándose mil
veces en las facetas lustrosas e irregulares de cada piedra. Pequeños espejos
naranjas que como si fueran gotas de agua, convertían en río a la calle que iba
a perderse varias cuadras más abajo en otro barrio.
Las chicharras cantaban su monótona
canción de una sola nota y de a ratos, se unían para formar un frenético coro
chirriante y agudo. El sonido que hace que mi memoria me lleve a aquellas tardes.
Un vaho que se podía ver, cubría al
pueblo. Pesado como un cobertor de lana apelmasada, nos aplastaba a todos.
La casa dormitaba en penumbras,
todas sus puertas y ventanas tapadas intentando imitar en algo a la noche, más
fresca y respirable.
Pero el sol era porfiado y tenaz y
se colaba rayito a rayito por los resquicios más delgados y asombrosos como los
que dejaba la puerta al no alcanzar el piso o los costados de las cortinas
milimétricamente calculadas para tapar solo y exactamente los vidrios.
“¡Quédense quietos que les da más
calor!”, nos ordenaban los mayores y nosotros aburridos, contábamos los minutos
y las horas releyendo viejas revistas de historietas donde el “covoy” de turno
se solidarizaba con nuestro sufrimiento recorriendo sudoroso el infinito
desierto de Texas.
Algunas veces, asomándonos a
escondidas por la ventana de la puerta del frente, creíamos descubrirlo emergiendo
fantasmal y lento desde el espejismo que creaba el vibrar del aire caliente
allá afuera. Y esperábamos ansiosos y sosteniendo el aliento, que su figura escapada
de la matinée, se definiera nítida frente a nosotros. Pero en un segundo, toda
la magia se perdía al ver aparecer en su lugar desde dentro mismo de la
resolana, a algún vecino montado en su bicicleta.
Y volvíamos aletargados a
refugiarnos en los rincones del comedor convertido en dormitorio cuando
estábamos de visita.
Pasaba cada tanto, que en medio del
canto de las chicharras, surgía la voz del heladero.
Como espíritus en espera del genio
que los despertara, saltábamos y corríamos hacia las habitaciones de los mayores
para pedirles, o más bien, suplicarles, que nos regalaran un helado de limón.
Y era así que a veces, no siempre,
se producía el milagro y esa siesta se veía rota por un fresco recreo de ácido
placer.
Hasta que al fin, después de tanta
espera exasperante, impuesta y sufrida, el reloj mil veces observado, marcaba
las 5, la hora de la libertad, el permiso implícito de salir a respirar al
patio y sacudir la quietud sofocante de la siesta.
Ya sé, dirás: “qué historia más
simple” y es verdad, a no ser que volvamos extraordinarios esos pequeños
momentos para que al fin se guarden para siempre, en nuestro corazón.
Comentarios
Publicar un comentario
Comentarios: