CORONA FUGAZ (Mario Ferreira)
Una lata en medio del fogón de la
pequeña cocina. Corona real, dueña absoluta aunque fugaz, de la casa. Centro de
todas las miradas de quienes pasábamos sin motivo a su lado.
Aún cerrada, emanaba su espíritu
untuoso y pegajoso.
Nada o todo podía haber en su
interior; pero aún así, despertaba los deseos frágiles que nos llenaban la boca
de apuros y urgencias.
Alguien, papá o mamá, la habían
dejado ahí como al descuido, sabiendo que su sola presencia era un regalo de
los más preciados para nosotros.
“¿Y cuándo podemos abrirla?”,
preguntábamos mi hermano y yo. “¿Es para hoy”, insistíamos con apuro
indisimulado.
Las sonrisas cómplices se
cruzaban a nuestras espaldas: “Ah, no sé. Preguntale a tu padre”, decía mamá. "Ah, no sé. Preguntale a tu madre", decía papá. Y
como penitentes dispuestos a hacer el sacrificio, íbamos de uno al otro sin
bajar los brazos.
Hasta que al fin llegaba el
momento y nosotros, miembros de una guardia palaciega armados con cucharas,
obteníamos el permiso de acometer la tarea y develar el contenido ya presentido
de aquella lata preciada donde una vaca en blanco y negro nos miraba con cierto
desconsuelo.
Y al quitar la tapa aparecía,
brilloso, deseable y perfumado, el tesoro escondido. Y dejando a un lado las
reglas del protocolo real, atacábamos con pasión embelesados aquel prodigio
originario de quien sabe dónde, y a esta altura, un dato indiferente.
Y de allí hasta siempre,
comprobamos una vez más que no hay nada más rico que el dulce de leche.
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