LOS SUSURROS DEL TÉ
Nunca supe a ciencia cierta la causa de su sordera. En las
siestas de verano, huyendo de la resolana que nos hacía cerrar los ojos y
arrugar la nariz, jugábamos a inventar historias.
“Seguro que fue una bomba, de esas de la guerra”, “¡pero si
acá no hubo guerra!”, “entonces fue en Carnaval, algún cuete brasilero que le
explotó cerca”, “para mí, fue la patada de un caballo, eso me dijo mi madre una
vez, creo”, “y la cicatriz, ¿dónde está?”. Y así seguíamos hasta que el
aburrimiento y el calor nos hacían callar y solo quedaba en el aire quieto, el
canto de las chicharras escondidas entre las ramas de los árboles y el zureo de
las palomas de monte esperando a la sombra la llegada de la tardecita. Y se me
daba por pensar que ella, no los escuchaba.
Nuestra tía abuela escondía discretamente su antiguo nombre
bajo un apodo, que como su sordera, era de misterioso origen: La Yeya.
Eternamente elegante, no por sus ropas o avíos si no por su
porte enhiesto y su andar seguro que obligaba a imaginar en ella, una pasada
belleza que aún en sus movimientos, daba batalla al tiempo. Nunca supe exactamente su edad y estoy
convencido que cada año cumplía igual al año anterior. Y de verdad, su
apariencia parecía detenida en el tiempo, como si hubiera nacido ya con sus 80 jóvenes
años.
Quien sabe a qué desilusiones la enfrentó la vida y qué fue
lo que la empujó a quedar sola. Mujer de silencios largos que mimaba sin
distingos a sus sobrinos-nietos.
Me gustaba escucharla. Su voz suave nunca se alzaba más de
lo necesario. La radio era su compañía predilecta. Nadie se quejaba, era casi
imposible exigirle algo. Todo lo arreglaba con una sonrisa y una invitación a
tomar sus tés de yuyos. Mezclas secretas que transformaban la sencillez de las
plantas que crecían a su alrededor, en azucarados y refrescantes oasis.
Retengo aún en mi memoria y a pesar de que ha pasado mucho
tiempo, la frescura de la menta, el amargo de la carqueja, la aspereza de la
marcela, el aroma nativo de la cáscara de naranja y sobre todo, y más que nada,
el dulzor del cedrón.
La Yeya sonreía cuando sus sobrinos-nietos corríamos en
tropel hacia el armario sobre el que resplandecía en mil colores, la jarra del
té. Los colores del arcoíris de la tierra (verdes, ocres, rojos y amarillos)
mostraban sus mejores versiones ayudados por algún rayo de sol que se colaba,
con mucho esfuerzo, a través del postigo cerrado de la ventana. Y nosotros
saciábamos nuestra sed infantil de un solo trago culminado en un suspiro
profundo de satisfacción y a veces en algún sonido involuntario que todos
festejábamos con bromas.
Ella nos miraba feliz, parada en la puerta de aquella
habitación que mantenía en penumbras para evitar los embates del verano. “¡No
dejen la puerta abierta que entra el calor de la calle!”, nos decía con su
mejor cara seria; una cara que no podía mantener por más de dos segundos. Y
nosotros le gritábamos mientras corríamos, “¡No, quedate tranquila!” al tiempo
que ganábamos la calle golpeando la puerta que quedaba abierta de par en par.
Algunas veces le preguntábamos de su pasado y ella nos contaba
una y otra vez la misma anécdota: un paseo por el Centro de la capital. Se
había sorprendido al ver los tranvías tirados por caballos y donde unos
muchachos vestidos de domingo, con sus trajes negros, moñitas al cuello y
sombreros de paja, le habían dedicado un piropo. Y nada más. No había más
recuerdos que compartir o lo que es más probable, no quería compartir cosas que
deseaba olvidar.
Nunca me animé a preguntarle si había elegido estar sola por
miedo a no poder oír los susurros de “un te quiero” o si se quedó atrapada en
aquella tarde de paseo por la ciudad, reviviendo una y otra vez el piropo
galante que la hizo sonreír.
Una noche, mientras dormía, la casa tomó fuego. Un descuido
hizo que la vieja cocina eléctrica produjera un cortocircuito que inició el
incendio.
Los vasos y jarras explotaron en mil pedazos, los pocos
cuadros que tenía, cayeron al suelo; el espejo del aparador, trono de las
jarras de té, se rajó sin retorno con un chirrido de espanto. Todo era caos y
ruido. La Yeya dormía profundamente en su pieza como cada noche, sin
sobresaltos. Seguramente soñando, como algunas veces me contó, con ganar “unos
vintenes” en la quiniela o, como nunca me contó, con príncipes azules que no
existían o quizás sí, pero nunca vio.
Poco a poco los vecinos comenzaron a salir a la calle y
cuando percibieron el peligro comenzaron a llamarla: “¡Yeya!, ¡Yeya!, ¡salí de
ahí, por favor!”.
Las llamas voraces, no contentas con destruir todos los
muebles, rompieron los vidrios de las ventanas queriendo alcanzar los árboles
centenarios que flanqueaban la calle de balasto.
Desesperados, los testigos suponían ya lo peor. No había
escapatoria. Cuando todo parecía tener el peor de los finales, divisaron al
fondo de la casa una figura envuelta en un blanco y viejo camisón.
“¿Cómo saliste?, ¿por dónde?, ¿qué pasó?”, se atropellaban
las preguntas una sobre otras. Ella solo miraba cómo el fuego se iba
extinguiendo poco a poco, y sus ojos se llenaron de lágrimas que no dejó caer
secándolas suavemente con su eterno pañuelo bordado.
“Un ángel vestido de traje y sombrero de paja, me habló
despacito al oído: tenés que salir,
me dijo”.
Todos pusieron cara de extrañeza. “¿Un ángel…?”, “Sí, un
ángel que hablaba muy, muy bajito”. Y mientras decía esto, sonreía.
De a poco la casa se fue reconstruyendo. Volvieron los tés y
las tardes con higos calientes, esos que te dejan la panza dura pero que no
podés dejar de comer. Trepados a la higuera arrancábamos las brevas maduras
mientras algún primo “campaneaba” para avisar si venía La Yeya.
Hoy sé que ella lo sabía; era imposible disimular las bocas
rojas y las manos sucias que intentábamos limpiar apresurados en nuestra ropa.
Y era feliz con eso. Así de simple, así de mucho.
El mundo giraba para ella en medio de voces y sonidos sin
matices. Aunque estoy seguro que ella podía percibirlos porque la palabra y la
voz no son más que el camino a través del cual viajan las emociones y los
sentimientos. Ellas y ellos, vibran en nuestro interior antes de aventurarse a
salir hacia lo desconocido, por eso sé que La Yeya nos leía el corazón y allí
estaba todo.
Con pocas palabras me enseñó mucho.
La paciencia de saber que las cosas pasan a su tiempo.
La sensibilidad de leer el corazón.
La aceptación de saber que tengo defectos y limitaciones y
que ni los unos ni las otras son impedimentos para ser feliz.
El entender que se puede y se debe sonreír.
Que el escuchar es mucho más que el oír; que el grito no
convence y la suavidad sí.
Y que un vaso de té hecho con amor, vale más que todo el oro
del mundo.
Nunca le dije a La Yeya nada de esto y es simplemente, porque
no lo sabía. El tiempo y los años que se van acumulando sin detenerse, nos van
mostrando por qué somos lo que somos. O eso me parece.
No recuerdo bien cuándo fue. Un perro de porcelana verde que
estaba sobre un mueble de su casa, llamaba siempre mi atención. Es que en mis
pocos años de vida, nunca había visto un perro verde. Cierto día, entré al
comedor y tomé entre mis manos el adorno. Lo giré de un lado hacia el otro,
busqué infructuosamente en el fondo alguna pista que me diera una explicación
de por qué me sentía tan atraído hacia él. La Yeya se acercó como siempre silenciosa,
como caminando sobre nubes invisibles. “¿Te gusta?”, “sí, es raro, pero me
gusta”. Me miró sonriente y poniendo la porcelana en mis manos me dijo, “es
tuyo”. Le di un beso y corrí loco de alegría.
Cada noche al acostarme y cada día al despertar, sé que está
mi perro verde cuidando mis sueños desde la mesa de luz con su cara siempre
seria y arrugada, vigilante e inmutable. Allí, superando al tiempo, con algunas
cicatrices en su lomo brilloso, pero entero y orgulloso. Sin cambiar su postura
ni su color; sin hacerse viejo. Me gusta saber que está igual que aquella tarde
allá en el pueblo de mi tía abuela y algunas veces, le hablo de ella.
Es raro que a veces, los humanos necesitemos de cosas
materiales para significar los sentimientos. Sacramentos, símbolos que nos
remiten a otras cosas. Mi perro verde es un sacramento de La Yeya.
Tiempo antes de morir, la visité. Flaquita y arrugada,
esperaba su momento en un viejo sillón. Al verme, y como era su costumbre,
sonrió. “¿Cómo andás, Yeya”, le grité al oído. Un leve movimiento de su cabeza
fue la respuesta donde intuí un “bien, bien, gracias”.
No recuerdo cuándo se fue y pensándolo bien, quizás no lo
quiera recordar.
Días atrás, revisando viejas fotos, me topé con ella. Aquella
vez, había llevado mi cámara y le propuse posar junto a sus yuyos y enseres. Se
la ve orgullosa, parada detrás de una mesa repleta de plantas, una caldera de
aluminio abollada y un vaso de té. Muy seria y quieta, quizás recordando
aquellas viejas cámaras que obligaban a mantener la respiración so pena de que
la foto saliera movida.
Seguro que donde esté, una vez acomodados sus pertrechos, ha
puesto manos a la obra e impregnado el cielo con “la frescura de la menta, el amargo de la carqueja, la aspereza de la
marcela, el aroma nativo de la cáscara de naranja y sobre todo, y más que nada,
el dulzor del cedrón.”
Mil vasos plenos de color y dulzura, saciarán la sed de
otros seres que ya no podrán olvidar, como nosotros, el sabor del cariño.
Y es seguro que La Yeya, ya podrá escuchar sin esfuerzo, los
susurros del té.
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