Una historia de alquimia Cada invierno, el amanecer nos regalaba su aliento de bruma, fresco en la piel y espeso en la nariz. La tierra se desperezaba y nosotros con ella. El aroma del prado húmedo y adorable, despabilaba los sueños nocturnos y salíamos al patio en busca del agua helada del aljibe que sonrosaba nuestras mejillas de vergüenzas infantiles. Desde el galpón, cercano a la casa, llegaba el olor del pan recién horneado esperando impaciente para ofrecerse al sacrificio, acompañado en su aventura, de los sonidos caóticos de ollas, cucharones y platos que se estrellaban disonantes y escandalosos, contra el silencio de la mañana. Y en medio de las paredes renegridas por años de humos cocineros, emergía en constante movimiento, trasmutando el fruto de su quinta en manjares increíbles, mi tía la alquimista. Una vieja cocina, cual eterno atanor, regaba con su calor y resplandores amarillos y naranjas, la mesa a la cual corríamos a sentarnos atropellando el aire perfumado...
Historias, versos y otras yerbas.